martes, 15 de abril de 2008

Documento: Laski Harold, El Liberalismo Europeo. Unidad 3: El nacimiento y desarrollo de las ciencias modernas.

Laski, H., El liberalismo europeo
Unidad 3 – Documento UBA XXI - Modalidad virtual
Introducción al Pensamiento Científico

Laski, Harold,
El liberalismo europeo, México,Fondo de Cultura Económica,1994; “El panorama”, apartadosI., II. y III.




I. EL PANORAMA

I

Una clase social nueva logra establecer sus títulos a una participación cabal en el dominio del Estado en el período que va de la Reforma a la Revolución Francesa. En su ascensión al poder echó a bajo las barreras que en todos los órdenes de la vida, salvo el eclesiástico, habían hecho del privilegio una función del Estado, asociando la idea de los derechos con la de la posesión territorial. Debió realizar para llegar a ese fin un cambio fundamental en todas las relaciones legales.

El cimiento jurídico de la sociedad cambió del status al contrato. La uniformidad de creencias religiosas cedió el sitio a una variedad de credos en la que aun para el escepticismo había campo. El poder concreto e incontrastable de la soberanía nacional sustituyó al vago imperio medieval del jus divinum y jus naturale. Hombres cuya influencia no tenía más fundamento que la propiedad mueble llegaron a compartir el control de la política con una aristocracia cuya autoridad dimanaba de la posesión territorial. El banquero, el comerciante, el industrial, reemplazaron al terrateniente, al eclesiástico y al guerrero como tipos de influencia social predominante. En la función de fuente primaria de la legislación, la ciudad, con su insaciable pasión por los cambios, reemplaza al campo, siempre adverso a las novedades. Lentamente, pero de modo irresistible, la ciencia reemplazó a la religión, convirtiéndose en factor principal de la nueva mentalidad humana. La doctrina del progreso, con su noción concomitante de perfectibilidad mediante la razón, desalojó a la idea de una edad pretérita, con su noción concomitante de pecado original. Los conceptos de iniciativa social y control social abrieron paso a los conceptos de iniciativa individual y control individual. Y, finalmente, condiciones materiales nuevas dieron pábulo a nuevas relaciones sociales. De acuerdo con éstas, surgió una filosofía nueva que daba una justificación racional al mundo recién nacido.

Esta nueva filosofía fue el liberalismo, y mi propósito es trazar, en sus contornos generales, la historia de las fuerzas que hicieron del liberalismo una doctrina coherente. Inútil es decir que este proceso nunca fue directo y muy pocas veces consciente. La genealogía de las ideas dista mucho de ser una línea recta. En el desarrollo del liberalismo se cruzan corrientes de doctrinas de tan diverso origen, que enturbian toda claridad, y acaso irremediablemente hacen imposible toda precisión. A la evolución del liberalismo han contribuido de modo determinante hombres que de hecho le eran ajenos y aun hostiles; desde Maquiavelo hasta Calvino, desde Lutero hasta Copérnico, desde Enrique VIII hasta Tomás Moro, en un siglo; y en otro, Richelieu y Luis XIV, Hobbes y Jurieu, y lo mismo Pascal que Bacon. En la determinación del clima mental que lo hizo posible fue causa del choque inconsciente de los acontecimientos, al menos tan importante como la de los esfuerzos deliberados de los pensadores. Los descubrimientos geográficos, la nueva cosmología, las invenciones técnicas, una metafísica secular y renovada, y, sobretodo las nuevas formas de la vida económica, todo vino a contribuir a la formación de sus ideas directrices. No hubiera llegado a ser lo que fue sin la revolución teológica que llamamos La Reforma, y ésta, a su vez, debió mucho de su carácter al renacimiento de la cultura. Y mucho también debe al hecho de que el colapso de la medieval respublica Christiana haya dividido a Europa en un mosaico de diferentes Estados soberanos, cada uno con sus problemas especiales a resolver y su experiencia única a ofrecer. Tampoco fue fácil su alumbramiento. La revolución y la guerra lo presidieron desde la entraña. Y no es exagerado decir que difícilmente se encontrará, antes de 1848, un período en que reacciones violentas contrarrestaran el crecimiento del nuevo ser. Los hombres luchaban tenazmente para sostener aquellos hábitos en que se fundaban sus privilegios, y el liberalismo era, por encima de todo, un reto a los intereses establecidos, hechos sagrados por las tradiciones de medo millar de años.

El cambio que produjo fue, en todos los órdenes, inconmensurable. Se fue cuarteando poco a poco aquella sociedad en que la posición que guardaba cada persona era, usualmente, definida, y el mercado sobretodo local, la cultura y la ciencia más un lujo que actividades profundas; en que el cambio por lo común acontecía de modo inconsciente, y, en principio, no era bien recibido; los preceptos religiosos, que muy pocos ponían en duda y nadie con buen resultado, gobernaban las costumbres; donde había escasa acumulación de capitales y las necesidades de un mercado doméstico dominaban la producción. Con el triunfo del nuevo régimen en el siglo XIX, la Iglesia había dado a luz al Estado, árbitro institucional de los destinos humanos. A los derechos de nacimiento sucedían los derechos de propiedad. El espíritu inventivo había hecho del cambio, y no ya de la estabilidad, la característica suprema de la escena social. Había aparecido un mercado mundial, y el capital se había acumulado en escala tan inmensa que su búsqueda de utilidades afectaba ahora la vida y la fortuna de grupos humanos hasta entonces desatendidos por la civilización europea. Todas las clases sociales, aun cuando eran todavía las servidoras de la propiedad apreciaban el significado de la cultura y la ciencia. Si los preceptos religiosos todavía contaban, habían perdido todo poder sobre las costumbres de sus mismos partidarios.

Es claro que el liberalismo, aun en su triunfo, no aparece como un cuerpo de doctrina o práctica netamente logrado. Trató de crear el mercado mundial. Pero la lógica de este empeño se frustró ante las implicaciones políticas del nacionalismo que dominaba en los días de su aparición y que floreció con su crecimiento. Quiso reivindicar el derecho del individuo a labrar su propio destino, sin miramiento para ninguna autoridad externa que pretendiere limitar sus posibilidades; pero se encontró con que tal propósito llevaba consigo un desafío implícito de la comunidad a la soberanía del individuo. Buscó salida contra todas las trabas que la ley impone al derecho de acumular la propiedad, tropezó con que este derecho llevaba en el seno, como agente autodestructor, el fomento de toda una clase proletaria. En una palabra: No bien alcanzó su propósito, cuando vio aparecer ante sí una amenaza contra todos sus postulados, amenaza que a buen seguro transforma a su vez el mundo que el liberalismo había engendrado.

¿Qué es, pues, este liberalismo de que vamos a tratar? No es fácil describirlo, y menos definirlo, pues apenas si es menos un hábito mental que un cuerpo de doctrina. Como doctrina, se relaciona sin duda directamente con la noción de libertad pues surgió como enemigo del privilegio conferido a cualquier clase social por virtud del nacimiento o la creencia. Pero la libertad que buscaba tampoco ofrece títulos de universalidad, puesto que en la práctica quedó reservada a quienes tienen una propiedad que defender. Casi desde los comienzos lo vemos luchar por oponer diques a la autoridad política, por confinar la actividad gubernamental dentro del marco de los principios constitucionales y, en consecuencia, por procurar un sistema adecuado de derechos fundamentales que el Estado no tenga la facultad de invadir. Pero aquí también, al poner en práctica esos derechos, resulta que el liberalismo se mostró más pronto e ingenioso para ejercitarlos en defensa de la propiedad, que no para proteger y amparar bajo su beneficio al que no poseía nada que vender fuera de su fuerza de trabajo. Intentó, siempre que pudo, respetar los dictados de la conciencia, y obligar a los gobiernos a proceder conforme a preceptos y no conforme a caprichos; pero su respeto a la conciencia se detuvo en los límites de su deferencia para con la propiedad, y su celo por la regla legal se atemperó con cierta arbitrariedad en la amplitud de su aplicación.

Por sus orígenes, el liberalismo ha sido generalmente hostil a las pretensiones de las iglesias, y ha tendido menos al erastismo de Hobbes que a mirar las instituciones religiosas como otras asociaciones más dentro de la comunidad social, cuyo título a la tolerancia subsiste en tanto que no amenacen el orden social establecido. Ha sido favorable al gobierno representativo, aun en los casos en que ello suponía admitir también el sufragio universal. De modo general, ha sostenido el principio de las autonomías nacionales. Como regla, aunque con excepciones, se ha mostrado simpático a los derechos de los grupos minoritarios y al de la libre asociación. Ha mirado con desconfianza las cortapisas a la libertad del pensamiento, y todo intento de impedir, mediante la autoridad del gobierno, el libre juego de las actividades individuales. Todo lo cual no significa que haya procurado conscientemente todos estos fines. Mucho más exacto es decir que se vio arrastrado a servirlos como consecuencia de sus propósitos más profundos; y ya trataré más adelante de explicar lo que significa esta diferencia.

Pero el liberalismo, según he afirmado, es tanto una doctrina como un modo de ver. Ha sido escéptico por tendencia; siempre ha adoptado una actitud negativa ante la acción social. Por sus orígenes, siempre vio en la tradición una fuerza a la defensiva, lo que siempre le hizo preferir el bendecir toda innovación individual, antes que el sancionar las uniformidades que el poder político trata de establecer. Esto es, invariablemente vio en ambas cosas, la tradición y la uniformidad, un ataque al derecho de los individuos para hacer de sus propias afirmaciones y sus propias concepciones una regla de aceptación universal, no por fuerza de autoridad, sino porque su validez inherente les asegura el libre consentimiento de otros. Hay, pues en el temperamento liberal un resabio de romanticismo, cuya importancia es considerable. Tiende a ser subjetivo y anárquico; a aceptar con prontitud cuanto cambio provenga de la iniciativa individual; a insistir en que esta iniciativa lleva en sí los gérmenes necesarios del bien social. Por donde siempre ha querido, aunque las más de las veces de modo inconsciente, establecer una antítesis entre la libertad y la igualdad. En la primera ha visto aquel predominio de la acción individual que siempre ha defendido celosamente; en la igualdad ha visto mas bien la intervención autoritaria que, a su ver, conduce en último resultado a la parálisis de la personalidad individual. De aquí una consecuencia importante, y es que el liberalismo, aunque siempre pretendió insistir en su carácter universal, siempre se reflejó en instituciones de beneficios demasiado estrechos o limitados para el grupo social al que pretendía conducir. Porque si bien en teoría se ha rehusado a reconocer límites de clase o credo, o aun de raza, a su aplicación, las circunstancias históricas en que ha funcionado lo constreñían a limitaciones involuntarias. El sentido de éstas es la clave para el entendimiento de la idea liberal. Sin ellas no podemos explicar ni los triunfos ni los fracasos de su historia.

Porque lo que produjo el liberalismo fue la aparición de una nueva sociedad económica hacia el fin de la Edad Media. En lo que tiene de doctrina, fue modelado por las necesidades de esa sociedad nueva; y, como todas las filosofías sociales, no podía trascender el medio en que nació. También como todas las filosofías sociales, contenía en sus mismos gérmenes los factores de su propia destrucción en virtud de la cual la nueva clase media habría de levantarse a una posición de predominio político. Su instrumento fue el descubrimiento de lo que podemos llamar el Estado contractual. Para lograr este Estado, se esforzó por limitar la intervención política dentro de los límites más estrechos, compatibles con el mantenimiento del orden público. Nunca pudo entender –o nunca fue capaz de admitirlo plenamente- que la libertad contractual jamás es genuinamente libre hasta que las partes contratantes poseen igual fuerza para negociar. Y esta igualdad, por necesidad, es una función de condiciones materiales iguales. El individuo a quien el liberalismo ha tratado de proteger es aquel que, dentro de su cuadro social, es siempre libre para comprar su libertad; pero ha sido siempre una minoría de la humanidad el número de los que tienen los recursos para hacer esa compra. Puede decirse, en suma, que la idea del liberalismo está históricamente trabada, y esto de modo ineludible, con la posesión de la propiedad. Los fines a los que sirve son siempre los fines de los hombres que se encuentran en esa posición. Fuera de este círculo estrecho, el individuo por cuyos derechos ha velado tan celosamente no pasa de ser una abstracción, a quien los pretendidos beneficios de esta doctrina nunca pudieron, de hecho, ser plenamente conferidos. Y por lo mismo que sus propósitos fueron modelados por los poseedores de la propiedad, el margen entre sus ambiciosos fines y su verdadera eficacia práctica siempre ha sido muy grande.

No quiero decir con esto que el triunfo del liberalismo no haya representado un progreso real y profundo. Desde luego, hizo posibles muchas relaciones productivas que mejoraron inmensamente el nivel general de las condiciones materiales. Además de que el progreso científico se debe al clima mental creado por él. Al final de cuentas, el advenimiento de la clase media al poder ha sido una de la revoluciones mas benéficas en la historia. Cierto es también que se ha pagado caro por ella; pues significó el sacrificio de ciertos principios medievales cuya restauración, a mi modo de ver significaría una sólida ganancia. Pero es innegable que, al pasar del siglo XV al XVI, y más todavía al XVII, se sienten ensancharse los horizontes y las posibilidades de creación, aumenta el reconocimiento de la dignidad inherente a la persona humana, crece la aversión contra los dolores inútiles que antes se le infligían, crece también el amor a laverdad por sí misma y el propósito de experimentación en servicio de la verdad; patrimonio todo ello de una herencia social que, sin ellos, hoy nos aparecería muy desmedrada. Tales son los provechos que trajo consigo el triunfo del credo liberal. Claro es que éstos nunca han sido igualmente compartidos dentro de la civilización que los acarreaba, y que el llevarlos a plena madurez siempre significó un gasto de trágicos esfuerzos. Pero sin la revolución liberal, sería mucho menor de lo que es el número de aquellos cuyas reclamaciones han podido ser satisfechas. Y este criterio es, en definitiva, la piedra de toque para juzgar una doctrina social.

II
De suerte que el liberalismo surgió como una nueva ideología destinada a colmar las necesidades de un mundo nuevo. ¿Por qué hablamos de un mundo nuevo? Tengamos en cuenta los descubrimientos geográficos; luego, la ruina de la economía feudal; después, el establecimiento de nuevas iglesias que no reconocen ya la supremacía de Roma; la revolución científica que trastorna las perspectivas mentales; el volumen creciente de los inventos técnicos que es causa de nuevas riquezas y aumentos de la población; la invención de la imprenta, con su inevitable consecuencia sobre los ensanches de la cultura y la consolidación de localismos vagos e incoherentes en estados nacionales, centralizados y eficientes. De lo cual nace una flamante teoría política que, como en Maquiavelo y en Bodino, funda la investigación del problema social en la relación del hombre con el hombre y ya no en la relación del hombre con Dios. Sobrevienen las hazañas colonizadoras de España y Portugal primero, y luego de Francia e Inglaterra, y de aquí brotan nuevos hábitos y esperanzas. Estos hábitos y esperanzas entran en conflicto con las ideas y practicas tradicionales, remodelándolas a tal punto a lo largo de tres centurias, que los rasgos característicos de la sociedad difícilmente serían ahora reconocibles para un observador de la Edad Media. Esta sociedad es ya una sociedad diferente, y que sabe que es diferente. Está dotada de un sentido de expansión antes desconocido, de cierto aliento de desahogo espacial, propias prendas de una humanidad que se siente lanzada a una reconstrucción de los cimientos sociales.

¿Cuál era la esencia de esta nueva sociedad? Ante todo, según creo, su redefinición de las relaciones de producción entre los hombres. Pues entonces descubrieron que para explotar en toda su plenitud aquéllas no podían usar ni las instituciones ni las ideas que habían heredado. La razón de este anhelo de transformación es sencilla. El espíritu capitalista comienza a adueñarse de los hombres para fines del siglo XV. ¿Y qué significa esto? Pues, nada menos, que el objeto principal de la acción humana era la búsqueda de la riqueza. Mientras para la Edad Media la idea de adquirir riquezas estaba limitada por un conjunto de reglas morales impuestas por la autoridad religiosa, de 1500 en adelante tales reglas, y las instituciones, hábitos e ideas de ellas dimanados, se juzgan improcedentes. Se los siente nada más como restricciones. Se los elude, se los critica, se los abandona francamente, porque sólo sirven para estorbar el aprovechamiento de los medios de producción. Hacen falta nuevas concepciones que legitimen las nuevas oportunidades de riqueza que se han venido descubriendo poco a poco en las épocas precedentes. La doctrina liberal es la justificación filosófica de las nuevas prácticas.

Y no es que la idea de la riqueza por la riqueza sea una novedad de repente en una época determinada, no. Seguramente es tan vieja como la civilización misma. Es claro que lo que llamamos hoy el espíritu capitalista había ya hecho presa de hombres como San Goderico o Jacques Coeur, o los banqueros florentinos mucho antes de llegar a las postrimerías del siglo XV. Pero sólo en estos años comienza a impregnar la mentalidad colectiva. Antes, el criterio sobre la legitimidad de los actos no derivaba, por decirlo así, del solo concepto de la ganancia, sino que aparecía determinado por reglas morales a que los principios económicos se subordinan. El productor medieval -sea en el orden de las finanzas, el comercio o la manufactura- alcanzaba su objeto a través de una serie de acciones que, a cada paso, lo ligaban a ciertas reglas de conducta que presuponían, para la adquisición de riquezas, una justificación fundamental en principios éticos. Tenía derecho a la abundancia, cierto; pero debía conquistarla con medios que se consideraban moralmente autorizados.

El valor no era para él una mera función de la demanda. Los salarios que pagaba no se medían por la sola exigencia del obrero. Las horas laborables, la calidad de los materiales, los métodos de venta, el carácter del lucro, para tomar sólo algunos ejemplos, estaban sujetos a un código de reglas que arrancaban de ciertos principios morales cuya observancia se consideraba indispensable a la salvación del alma. La Edad Media está empapada en la noción de un supremo fin ultraterrestre, al que tiene que ajustarse toda conducta. Y el buscar la ganancia por sí misma es incompatible con semejante noción. La riqueza era un fondo de sentido social, no una posesión individual. El rico no la disfrutaba por sí o para su propio gusto, sino como administrador y en nombre de la comunidad. Se encontraba así, limitado a la vez en lo que podía adquirir y en los medios para adquirirlo. Toda la moralidad social de la Edad Media estaba construida sobre esta doctrina. La sostienen por igual los ordenamientos de la Iglesia y del derecho civil.

Este modo de ver se desvanece ante el creciente predominio del espíritu capitalista. Una concepción individualista desaloja a la concepción social. La idea de la sanción utilitaria reemplaza gradualmente la idea de la sanción divina para las reglas de conducta. Y el principio de la utilidad no se determina ya con frecuencia al bien social, sino que su significado radica ahora en el deseo de satisfacer una apetencia individual, dándose por aceptado que, mientras mayores riquezas posee el individuo, mayor es su poder para asegurarse esa satisfacción. En cuanto este sesgo mental comienza a dominar los ánimos, desata de suyo una fuerza revolucionaria: reemplaza, en efecto, la idea medieval predominante –la idea de subsistencia, propia de un mundo estático o tradicionalista- por la idea moderna de la producción ilimitada. Y ésta, a su turno, implica la creación de una sociedad dinámica y antitradicionalista. Porque, siendo ilimitado el deseo de la riqueza, continuamente buscará experimento y novedad. Más aún, este tipo de sociedad tenderá siempre a contrariar toda autoridad, pues ésta es conservadora por naturaleza, y temerosa del desorden que arrastran los experimentos incesantes. La lógica del espíritu nuevo lo lleva a tallar a su conveniencia todas las aristas de aquel mundo. Donde las ideas e instituciones que le salen al paso atajan su carrera hacia la riqueza, trata de plegarlas según sus propios fines. A los paladines del nuevo espíritu se les ofrecen satisfacciones tangibles y directas, alcanzables en esta vida, lo que era incapaz de ofrecerles la doctrina antigua. Así en la competencia de las ideas, se mudan las bases de las relaciones sociales. Los hombres anhelan engendrar un mundo nuevo, por lo mismo que están convencidos de que el equilibrio ha de rehacerse.

Si nos preguntamos por qué triunfó el espíritu capitalista, no encontramos mejor respuesta que la siguiente: porque dentro de los límites del antiguo régimen las potencialidades de la producción no podían ser ya explotadas. Paso a paso, los hombres nuevos, con sus métodos nuevos, adelantaban camino hacia un volumen de riqueza inalcanzable para la sociedad antigua. Las atracciones de esta riqueza despertaban apetitos que aquella vetusta sociedad, dada su contextura, era incapaz de satisfacer. En consecuencia, los hombres pusieron en tela de juicio la legitimidad de aquella contextura. La actitud para con la usura, la aceptación de los gremios como un medio racional de controlar la producción, la noción de que la Iglesia era la fuente natural del criterio ético, todo comenzó a aparecer inadecuado, porque todo ello se atravesaba en el camino de las potencialidades que el espíritu nuevo revelaba. La idea del capitalismo no cabía dentro de los muros de la cultura medieval. Y el capitalismo, en consecuencia, emprendió la tarea de transformar la cultura de acuerdo con sus nuevos propósitos. Para ello tuvo desde luego que proceder por etapas; y, desde luego también, no se puede decir que tenga éxito mientras no destruya una resistencia que, en resumidas cuentas, ha durado tres siglos. Su afán es establecer el derecho a la riqueza con el mínimo de interferencia de cualquier autoridad social, sea la que fuere. En este empeño, el capitalismo se ve obligado, hablando en términos generales, a pasar por dos grandes fases: por un lado, pretende transformar la sociedad, mientras por el otro, trata de apoderarse del Estado. Para la transformación de la sociedad procura adaptar los hábitos y maneras de ésta en el sentido de sus propios designios. Y si quiere adueñarse del Estado es porque éste, en suma, posee el supremo poder coercitivo social y puede disponer de él conscientemente de acuerdo con sus fines. Para justificarse, persuadirá a sus secuaces –no sin una buena dosis de coerción que anda mezclada en la persuasión- de que la búsqueda de la riqueza por sí misma lleva implícito necesariamente el bien social. El que se enriquece, por ese solo hecho, se transforma en un benefactor social. El espíritu nuevo consiste en eso. Esta es la clave de la gran aventura que emprenderán los tiempos modernos.

Importa subrayar un hecho que el mismo desarrollo gradual de este proceso tiende a oscurecer. Una filosofía de la vida es, inherentemente, la idea íntima del capitalismo. Quienes la aceptan, no necesitan justificar sus acciones con motivos de origen extra-capitalista. Su lucha por la riqueza en tanto que individuos colora y modela sus actitudes en todos los órdenes de la conducta. Mientras no se llegó a esto, puede decirse con razón que el capitalismo no había concluido la revolución en que se empeñaba. En todos los caminos encontraba normas de conductas contradictorias con su espíritu. Debió transformarlas, o luchar por transformarlas todas sin excepción. Comenzó por modificar viejas prácticas e instituciones, y al fin acabó por abandonarlas. Comenzó valiéndose de evasivas y excepciones, y al fin paró convirtiéndolas en privilegios. Jacques Coeur necesitaba licencia para traficar con los infieles, pero ya su sucesor no la necesitaba para nada. Cierto relajamiento de las restricciones gremiales era bastante en determinada etapa del proceso; pero llega un día en que no es posible contentarse con menos que la disolución completa de ellas. La incipiente doctrina, al menos hasta el final del período mercantilista, considera como cosa natural la subordinación de la economía a la política. Pero resulta entones que una administración estatal deficiente estorba la explotación plena de los recursos económicos, entonces las mentes van inclinándose al principio del laissez-faire. El Estado que hasta los comienzos del siglo XVIII aparece todavía como un agente eficaz del capitalismo, a fines de ese mismo siglo es considerado ya como el enemigo natural de su doctrina. Toda la ética del capitalismo se resume en su esfuerzo por libertar al poseedor de los instrumentos de producción. Emancipándolo de toda obediencia a las reglas que coartan su explotación cabal. El auge del liberalismo resulta de la ascensión gradual de la doctrina que sirve de fundamento a esta ética.

Permítasenos plantear el problema en términos apenas diferentes. Antes del advenimiento del espíritu capitalista, los hombres vivían dentro de un sistema en que las instituciones sociales efectivas –Estado, Iglesia o gremio- juzgaban del acto económico con criterios ajenos a este mismo acto. El interés individual no se presentaba como argumento concluyente. No se aceptaba la utilidad material como justificación de la conducta económica. Aquellas instituciones sociales trataban de imponer, y en parte lo imponían, un cuerpo de reglas para gobernar la vida económica, cuyo principio animador era el respeto al bienestar social en conexión con la salud del alma en la vida futura. Ante esa consideración, se estaba dispuesto a sacrificar el interés económico del individuo, puesto que ello aseguraba su destino celestial. Con este propósito a la vista, la competencia era controlada, el número de clientes para cada comerciante era limitado, había prohibiciones al comercio por razones religiosas, se prefijaban los precios y los tipos de interés, los días festivos eran obligatorios, se regulaban los salarios y las horas de la jornada laborable, y se evitaba la especulación dentro de ciertos límites. Estos ejemplos, escogidos al azar entre muchos otros preceptos de aquel sistema, bastan para demostrar que la conducta económica se regía conforme a normas no económicas. Todo este armazón de reglas se cuarteó porque no era capaz de contener el impulso de los hombres hacia la satisfacción de ciertas expectativas que, dados los medios de producción, aparecieron como realizables en cuanto el ideal medieval fuera sustituido por el de la riqueza como bien en sí. Este nuevo ideal no contiene casi elementos que no se encuentren también en la Edad Media. Las invenciones medievales, por ejemplo, revelan el mismo apetito de ganancias propio del capitalismo. Aun la división del trabajo, en industria tan fundamental como la minera, es ya cosa que encontramos en las prácticas medievales. Pero, aun cuando desde aquellos tiempos puede decirse que el espíritu capitalista existía como en el aire, no marcaba el ritmo a la vida económica. Lo advertimos más como excepción que como regla. Los hombres estimaban la riqueza, pero la conquista de ella no había llegado a ser la preocupación característica, como lo será en el siglo XVI. La organización social no se había establecido aún sobre la base de que en la riqueza estriba la verdadera satisfacción de la naturaleza humana.

Toda la atmósfera cambia una vez que principia a ser dominante. Cada faceta de la sociedad aparece bajo nueva luz. Un espíritu de empresa nuevo se abre paso entonces, una actividad febril, un afán de innovación, de otra calidad diferente de aquellos de que la Edad Media nos ofrece ejemplos esporádicos. Se diría que la humanidad se yergue, dispuesta a contestar algún nuevo reto del destino. La acumulación de capital, los riesgos de empresa, la organización de fábricas, traen consigo una nueva escala para medir las cosas. El negociante acoge el flamante nacionalismo como una garantía más sólida de la paz interna; porque esto no sólo significa mayor seguridad a la empresa, sino que también le proporciona los medios de evadir las ordenanzas gremiales mediante el establecimiento de industrias fuera de las áreas cubiertas por esos privilegios. Acepta de buen grado el ataque contra la Iglesia, porque ello comporta un ataque contra las viejas y estorbosas reglas, y abre incuestionablemente a la explotación comercial importantes recursos que las propiedades eclesiásticas hacían intocables. Además, el ensanche de los mercados determina una nueva actitud en la producción. Aumenta la urgencia de capital, y la necesidad de producirlo lleva a formas nuevas de la banca y las finanzas. Aparte de que ese mismo ensanche de los mercados acrece la importancia y abaratamiento de los transportes, a un punto que no se había visto desde la caída del Imperio romano. Esto, a su vez, fortalece la centralización del Estado, que hizo posible tamaños adelantos mediante la protección organizada de sus ciudadanos; y esta protección, con harta frecuencia, se traduce en la muy conveniente forma de construcción de carreteras y desarrollo de la navegación. El progreso de la contabilidad permite una nueva visión de lo económico, y se refleja en la capacidad para organizar la producción en escala más grande y comprometerse sin temor de mayores riesgos, de todo lo cual fluyan consecuencias incalculables.

Hay que guardarse de la puerilidad de creer que este espíritu capitalista aparece de súbito al acabar la Edad Media, y que de repente la mente humana se vuelve adquisitiva. El afán de lucro es tan antiguo como la historia. Lo nuevo es la aparición de una filosofía que sostiene que es aún más fácil alcanzar el bienestar social concediendo al individuo mayor latitud para sus iniciativas. Y esto es nuevo, porque no era dable encontrar campos para ellas dentro del cuadro medieval de una sociedad partida netamente en clases, cada una de las cuales poseía, bajo la definitiva sanción divina, ciertos fueros inherentes. Aquello era la misma negación de lo que ya parecía evidente a todos. Era la negación del derecho a explotar los recursos conforme a los medios aprontados por el cambio de las circunstancias. Para tal explotación resultaba indispensable establecer nuevas relaciones de clases que, a su vez presuponían una filosofía nueva que justificara los hábitos que ellas determinaban. El movimiento del feudalismo hacia el capitalismo es la traslación de un modo en que el bienestar individual es un efecto de la acción socialmente controlada, hacia un mundo en que el bienestar social aparece como un efecto de la acción individualmente controlada.

La esencia de esa revolución es, pues en un sentido real, la emancipación del individuo. Y como ésta se justificaba porque aseguraba mayores satisfacciones a la sociedad, por grados consiguió ir echando abajo las vetustas murallas que se le oponían. Pero en esta apreciación del cambio ocurrido debemos ponernos en guardia contra dos errores posibles. Ante todo, que el cambio haya sido real no significa que fuera súbito. De hecho, según lo hemos señalado con insistencia, tardó en realizarse unos tres siglos. Tuvo que triunfar de los vaivenes de opinión derivados de hábitos e ideas que nunca en la historia se han presentado mejor pertrechados. Y, desde luego, no avanzó con igual velocidad en todas partes. En el siglo XV, pareció que Italia iba a representarlo en toda su expresión. Pero la desunión política, por una parte, y las consecuencias económicas de los descubrimientos geográficos, por otra, fueron fatales al breve sueño del predominio italiano. Así también en Alemania, la intensidad de la guerra religiosa y sus ruinas consiguientes atajaron el desarrollo social por unos dos siglos. También Francia tuvo que luchar contra fuerzas centrífugas poderosas y bien organizadas, antes que la era de Colbert permitiese un empuje hacia adelante. Inglaterra fue más afortunada: su feudalismo conservó siempre un fundamento nacional a partir del Juramento de Salisbury; y el advenimiento de éste significa, en lo político, una entrada para el nuevo espíritu más amplia y profunda que en todos los demás países, con excepción de Holanda. Y en Rusia, hasta la época de Pedro el Grande, difícilmente puede decirse que el nuevo espíritu haya abierto una sola brecha. En suma, que la nueva filosofía es como una marea que lentamente va avanzado sobre la tierra que ha de sumergir. Aquí su progreso aparece ayudado, y más allá estorbado por condiciones naturales tan diferentes, que resulta difícil reconocer que se trata de un movimiento único, hasta que no cubre toda la tierra; tanto más difícil, en verdad, porque al alcanzar su meta más distante, descubrimos que ha principiado ya la baja marea.

III
En su aparición, el espíritu nuevo se encuentra con esa revolución teológica llamada la Reforma, que fue factor esencial en la modelación de sus doctrinas. Pero en la definición de su influencia debemos ser cuidadosos. Tan eminente pensador como Max Weber ha sostenido que el protestantismo es lo que hizo posible el triunfo del capitalismo, y ha creído encontrar en la doctrina puritana de la “vocación” un ethos casi inventado para facilitar su progreso. Este modo de ver ha ganado una amplia aceptación. Un historiador tan cauto como el profesor Tawney ha escrito que el espíritu capitalista encontró en el puritanismo “una fuerza poderosa que le abriera el camino para la civilización comercial, la cual, finalmente triunfo con la Revolución (francesa)”. Pero ¿cuál es la relación entre Liberalismo y Reforma?

No puede siquiera ponerse en duda que el avance del protestantismo haya fomentado de paso el crecimiento de la filosofía liberal; pero no creo que haya el menor fundamento para declarar que esto entrara en los propósitos definidos de los reformadores teológicos. La Reforma dio al traste con la supremacía de Roma. Al hacerlo dio pábulo a nuevas doctrinas teológicas, originó profundos cambios en la distribución de la riqueza, facilitó en grado sumo el establecimiento del Estado secular. Aflojó los lazos de la tradición al realizar un ataque a fondo contra la autoridad. Dio un impulso tremendo al racionalismo al poner en tela de juicio ciertos principios mucho tiempo tenidos por intangibles. Tanto sus doctrinas como sus resultados sociales redundaban en bien de la emancipación del individuo. Pero esto no autoriza a afirmar que loscreadores de la Reforma se lo hayan propuesto así de un modo premeditado.

Ellos iban realizando su obra en un clima mental que los obligaba a ajustar sus ideas con un sinnúmero de influencias completamente ajenas. A veces, este ajuste se operaba de manera consciente a fin de ganar algún elemento indispensable al éxito; a veces, era del todo inconsciente, y sin ninguna misión clara sobre su utilidad o su significado. La emancipación del individuo es un coproducto de la Reforma; se la conquista al paso, pero no está entre sus fines esenciales.

Porque no debemos olvidar que la Reforma es, sobre todo, la revolución contra el papado; un intento para descubrir de nueva cuenta el sentido de la vida cristiana. Sus propulsores veían en el Papa al Anticristo, y creían en consecuencia, que obedecerlo ponía en peligro su salvación. No es que hayan intentado emancipar de tal control al individuo para que éste convirtiera en principio cardinal la lucha por la riqueza como fin en sí, sino que lo emancipaban, según ellos creían, para que pudiera ser un buen cristiano. Cualquiera de los autores de la Reforma habría rechazado una declaración franca y neta de los principios de la sociedad liberal. Lucero, en lo fundamental era un conservador para cuanto se refiere a la constitución de las sociedades. Odiaba la usura, era hostil al nuevo mecanismo de las finanzas, creía -según lo observaba Troeltsch- en una organización social dominada por la revelación sobrenatural a la manera de la Edad Media. Cierto es que sostenía que todos los creyentes llevaban en sí la virtud sacerdotal, pero no por eso se les reconocía el derecho a creer de manera diferente de la que él mismo creía. No: habían de creer en la palabra llana de la Escritura. Y esta “palabra llana” significa un código de conducta cuya interpretación coincide puntualmente, en todo lo esencial, con el ideal de la Edad Media.

Lutero estableció el derecho del príncipe a gobernar la religión de sus súbditos; y por aquí, aunque sea indirectamente, dio un impulso hacia la secularización de la política. Pero su teoría del Estado no es más que un pragmatismo apremiante al que todo revolucionario se ve impedido; es simplemente una busca de las condiciones de la victoria. Toda concesión de Lutero -y muchas resultan contradictorias- debe mirarse como una maniobra en busca de una ayuda. Nunca pensó seriamente en dotar al Estado con derechos que lo calificaran para negar los postulados de la religión luterana. El Estado, para él, siempre siguió subordinado a una noción social del orden cristiano, que en realidad era incompatible con el nuevo espíritu de la época.

Hay que reconocer que Weber y sus discípulos lo han admitido así. Los argumentos para su tesis los han ido a buscar en Calvino y no en Lutero. Y es verdad también que Calvino y Lutero difieren sensiblemente a este respecto. Pero nada se encontrará en aquel coloso autoritario que justifique el proclamarlo un campeón del individualismo. Y la prueba es lo que hizo en Ginebra: aquella maciza disciplina que llegó hasta la tiranía, aquella subordinación obligada del acto comercial al precepto religioso, aquel apasionado repudio de la libertad de conciencia. La esencia del calvinismo es la teocracia. Allí no hay sitio para la personalidad privada del individuo. Calvino, como dice Choisy, pertenece a la colectividad de que forma parte, y esta colectividad, a su vez, se sujeta a un cuerpo de reglas de inspiración divina, de que no podría apartarse sino a expensas de su salvación. Comparado con este absolutismo, apenas pesa en la balanza la célebre carta a Claudio de Sachins, en que se autoriza el cobro de intereses.

Porque ¿qué viene a decir Calvino en este texto tan traído y llevado? Simplemente que las palabras de la Escritura contra el préstamo a interés usurario no son del todo concluyentes. Rechaza allí la teoría patrística de que el dinero no debe engendrar dinero. Considera que el problema debe juzgarse en vista de las condiciones actuales de la vida humana, tan diferentes de la que existían en los tiempos bíblicos. Y, en consecuencia, concluye, es lícito prestar dinero a interés mientras las estipulaciones del préstamo sean equitativas. En fin, esta tesis general admite siete casos excepcionales. A la luz de las nociones de su época, Calvino no se revela en este documento como un innovador muy brillante. Reconoce que hay algunas transacciones comerciales en que se justifica el pago de una remuneración por el uso de un capital. Pero, a mi ver, ni una sola de sus palabras añade nada al argumento de San Antonio de Florencia, o a las Sententiae de Gabriel Biel, quienes reconocen igualmente que la doctrina del justo precio es ya insostenible en toda su amplitud. De modo que Calvino no hace más que manifestar su conformidad con los últimos canonistas medievales. Lo que de aquí vendría es asunto diferente; pero de ello difícilmente puede considerarse causante a Calvino.

Se nos asegura, sin embargo, que la doctrina puritana de la “vocación” es una contribución apreciable para el nacimiento de la economía individualista. Yo me permito contestar que en esta materia el tiempo lo ha hecho todo. La concepción puritana no es cosa estática. Se la ve cambiar conforme se avanza del siglo XVI al XVII, y de éste al XVIII. Nada hay en las ideas económicas de Calvino que lo distinga mucho del período inmediato anterior; y el ejemplo de Ginebra, en sus días como los de Beza, prueba su identificación con el medievalismo. Apenas podría acusarse a los reformistas ingleses del siglo XVI de haber contemplado la nueva riqueza con ojos complacientes. Todos, como el de Aquino, veían en el universo un plan celeste que asignaba a cada individuo un sitio determinado en la economía de las cosas, precaviéndolo contra el peligro de querer mejorarlo. Tal es la actitud de Robert Crowley , puritano de la mejor cepa; tal la de Thomas Lever o la de Hugh Latimer. Su concepto de riqueza, o de las obligaciones del individuo, pobre o rico, es el mismo de Lutero y está impregnado como el de éste de medievalismo. Todos ellos hasta se sentían impelidos, en virtud de su teoría de la “vocación”, a considerarse los mantenedores del antiguo orden contra el nuevo; a protestar contra la conducta de los “nuevos ricos” de su tiempo, que les parecía contraria a la vida cristiana verdadera. Naturalmente que clamaban contra la indolencia, y no hubieran sido puritanos si no exaltaran, también, las virtudes del ascetismo. Pero en su apreciación del mundo no hay una brizna de espíritu progresista o secular. La esencia de su prédica está en andar la vida por la vía de la salvación; en aceptar el puesto que nos ha sido asignado en la existencia, cumpliendo con los deberes inherentes; en mirar, igualmente, la penuria y la abundancia como dones de Dios que traen consigo una oportunidad para la “gracia”. Creo que ésa es la esencia de sus enseñanzas. ¡Nada más lejano del temperamento de los hombres que estaban modelando la nueva sociedad! Cuando en la segunda mitad del siglo XVII, la “vocación” se contaminó de espíritu capitalista, ya la nueva sociedad contaba su buen siglo y medio de existencia y, para entonces, puede decirse que ya había logrado influir, por lo menos, tanto en el puritanismo como en el catolicismo. Weber y sus discípulos han incurrido en un grave anacronismo, por el afán de demostrar su teoría. Es lo mismo que si hubieran querido juzgar de la respuesta que las iglesias han dado en el siglo XX a los problemas sociales, al solo examen de las respuestas que se dieron en el siglo XVIII. Para estimar la postura contemporánea en esta materia, a nadie se le ocurre acudir a las doctrinas o prácticas de Secker y Watson.

Tutoria 5: Caracteristicas de la modernidad. Unidad 3: el nacimiento y desarrollo de las ciencias modernas.

Unidad 3 – Modalidad virtual
Introducción al Pensamiento Científico
Unidad 3
EL NACIMIENTO Y DESARROLLO DE LAS CIENCIAS MODERNAS

Tutoría 5: CARACTERÍSTICAS DE LA MODERNIDAD

Introducción
Los conceptos que se desarrollan aquí tienen como principal objetivo explicitar cuestiones enunciadas en los textos de Cerdeiras y de Benasayag de la bibliografía obligatoria de esta unidad. Creemos que puede serte de utilidad brindarte un sintético panorama de la Modernidad en relación con el impacto de la ciencia y de la técnica, del abandono de las viejas creencias, de los nuevos métodos propuestos y del valor asignado a la ciencia. En tal sentido, hemos dividido estos comentarios en tres apartados para que puedas identificar las cuestiones más relevantes.

1- Consideraciones preliminares
2- Aportes metodológicos

3- La concepción de ciencia



1- Consideraciones preliminares

La historia universal denomina al período comprendido entre 1453 y 1789, Edad Moderna: la primera de las fechas corresponde a la toma de Constantinopla, hecho este que condujo a la caída del Imperio Romano de Oriente y la segunda fecha, a la revolución francesa.

Es en esta época que se produce un cambio en la plaza comercial mundial, se pasa del Mediterráneo al Atlántico, también surgen potencias mundiales como Holanda e Inglaterra, comienza el desarrollo de las naciones modernas y coexisten monarquías absolutas y constitucionales. Uno de los rasgos fundamentales de esta época es la profunda crítica a la Edad Media. La Modernidad abandona la cosmovisión predominantemente religiosa focalizada en Dios (teocentrismo), propia del Medioevo, la cual se centraba en la salvación del hombre y en el desinterés por lo mundano.

En este momento histórico en que la ciencia impacta fuertemente sobre la sociedad, fundamentalmente por su relación con la técnica, se fundan talleres y los artistas del renacimiento son también técnicos que, a la vez que diseñan iglesias y castillos, construyen también ciudades y puentes.

Este tipo de producciones conduce a que se investigue acerca de fuentes energéticas nuevas que permitan concretar grandes proyectos. Se utilizan sistemáticamente la energía eólica y las caídas de agua debido a la potencialidad mecánica que se reconoce en ellas. Dichos logros resultan la antesala de la revolución industrial cuya principal fuente de energía fue el vapor. Se produce también un crecimiento y perfeccionamiento de la industria bélica y la fabricación de cañones, lo que lleva al pasaje de la técnica balística del virtuoso artillero a la dinámica -con Galileo- que posibilitó describir geométricamente la trayectoria del proyectil.

Algo semejante sucede en el plano productivo; en el Medioevo el sustento de la economía era la producción agraria y los gremios de artesanos se ubicaban en las ciudades; en tanto que en la Modernidad, la fábrica es la característica del nuevo sistema de producción, siendo su particularidad la división del trabajo.

Como verás, lo anterior supone fuertes diferencias entre ambos modos de producción, el trabajo artesanal realiza el producto completo con un alto grado de perfección y en pequeñas cantidades dado que no hay especialización en las partes del producto, sino que todos los integrantes del taller pueden elaborar el producto íntegro; por otra parte, configuran corporaciones que los protegen de la competencia y establecen requisitos a los aspirantes para ingresar al taller.

El trabajo en la fábrica implica capital, trabajo asalariado y especialización, en tanto que rige la división del trabajo, lo que lleva al aumento de la producción. Vale mencionar aquí el célebre pasaje de Adam Smith1 en el que utiliza el ejemplo de la fábrica de alfileres para comparar la labor del artesano en el taller y la del operario en la fábrica; dice que mientras el primero haría como máximo 20 alfileres por día, con la división del trabajo en la fábrica podrían confeccionarse diariamente 48.000 alfileres con sólo 10 operarios. Si bien el trabajo pasa a ser altamente productivo, el operario pasa a ser un engranaje más del sistema de producción, en el que “adquiere la destreza en su oficio particular, a expensas de sus virtudes intelectuales”.2

En este período también surge una nueva concepción de la naturaleza. Se abandonan varios principios aristotélicos, entre ellos la distinción entre “mundo sublunar” y “mundo supralunar”, la idea de que ambos poseen características totalmente diferentes, siendo el primero (mundo sublunar) imperfecto, perecedero y corruptible y el segundo (mundo supralunar) perfecto, eterno e incorruptible. Caen la creencia de que la Tierra estaba ubicada en el centro del universo y estática ocupando su “lugar natural” y la jerarquización de los “cuatro elementos” -tierra, agua, aire y fuego, dispuestos en ese orden en función de su “peso”-; y también se deja de lado la idea de que los procesos naturales se desenvuelven según una “finalidad”.

Por otra parte, las contribuciones de Galileo y su posterior desarrollo por Newton permiten establecer que no hay diferencias cualitativas entre el cielo y la tierra y que rige la misma legalidad natural para ambos; además las explicaciones teleológicas son reemplazadas por explicaciones que identifican una conexión mecánica causal en los procesos naturales, pudiéndose expresar cuantitativamente gracias a la formulación matemática de las leyes, proceso éste que comienza con Galileo y culmina con Newton.

Hasta aquí hemos hecho un breve repaso de las características generales de la época para que puedas tener una visión de conjunto. Pero las novedades no terminan aquí, sino que se manifiestan en el plano metodológico y en el concepto de ciencia.



2- Aportes metodológicos

La Edad Moderna muestra un interés especial por las cuestiones metodológicas, en el sentido de querer encontrar un procedimiento universal que posibilite el descubrimiento de nuevas verdades -un “método inventivo”- y la confirmación de ellas.

Esta preocupación implica una fuerte crítica al método aristotélico, fundamentalmente al silogismo -dado su carácter puramente deductivo- y, además, el deseo de transformar y dominar la naturaleza.

Tal es el valor asignado al método en el logro del conocimiento que Descartes afirma en su Regla IV: “Por método entiendo aquellas reglas ciertas y fáciles cuya rigurosa observación impide que se suponga por verdadero lo falso, y hace que -sin consumirse en esfuerzos inútiles y aumentando gradualmente su ciencia- el espíritu llegue al verdadero conocimiento de todas las cosas accesibles a la inteligencia humana”3, es decir que el método permitirá economizar esfuerzos en la obtención cada vez mayor de verdades científicas, posibilitando la perfección del espíritu.

Dentro de este enfoque, en la Modernidad pueden identificarse tres grandes propuestas metodológicas: la de Francis Bacon que postula la inducción científica; la de Galileo basada en la matematización de la observación y la experiencia y en el uso del experimento, y la de Descartes que, al postular la evidencia como criterio de verdad, instaura el análisis, la síntesis y la enumeración como medios para la elucidación de los problemas.

La intención fundamental de Bacon fue ofrecer un nuevo instrumento4 que sustituyera al Organon aristotélico considerado insuficiente tanto para fundamentar el conocimiento científico, como para servir de método de descubrimiento. Como Descartes, consideraba al método el auxilio más eficaz de la inteligencia, independientemente de las capacidades individuales; sostenía que a partir de él y dejando de lado los prejuicios (“ídolos”), podría lograrse el progreso científico.

Según Bacon hay dos reglas para obtener el verdadero conocimiento de la realidad: “Una corre aceleradamente de los sentidos y cosas particulares a los axiomas [principios] más generales, y de éstos, en tanto que principios, y de su supuesta verdad indisputable, deriva y descubre los axiomas intermedios. Éste es el procedimiento que hoy se usa. El otro construye sus axiomas a partir de los sentidos y cosas particulares, ascendiendo continuamente y gradualmente, hasta que finalmente llega a los axiomas más generales. Éste es el procedimiento verdadero, pero no intentado hasta ahora.”5

Su propuesta era partir de los datos de la experiencia y utilizar la inducción para formular la ley que los rige. La inducción por medio del entendimiento o razón es la “llave de la interpretación” de la realidad, pero es necesario diferenciar la inducción baconiana de la inducción clásica, en esta última se observan los fenómenos particulares y por un acto de aprehensión inmediata se formula una hipótesis que al aplicarse a los fenómenos particulares explica su esencia, es decir, lo que dichos fenómenos son, convirtiéndose así en un principio. Bacon, en cambio, consideraba que la inducción científica es una generalización sobre una clase de entidades a través de la observación de un número limitado de casos pertenecientes a esa clase, pero para que pueda legitimarse esa generalización es necesario partir de comparaciones entre variables.

En tal sentido estableció las condiciones de una observación científica y propuso el registro de las experiencias en “tablas de presencia, ausencia y comparación”, es decir, controlando las condiciones en que se presenta o no el fenómeno y en cuáles aparece con variaciones; sólo recién, después de haber establecido esos registros, es que pueden enunciarse regularidades; esto es lo que denominó inductio vera o inducción científica.

Bacon ejemplificó su método con el estudio del fenómeno del calor; registró un número de casos en los que aparece el calor, otros en los cuales no aparece y otros en los que varía, a partir de ello formuló la afirmación general con la que determina la esencia de ese fenómeno y postuló que “el calor es un movimiento ascendente que se expande de abajo hacia arriba y que afecta a las partículas de todos los cuerpos”, es decir, una constante, una regularidad, una ley.

Este ejemplo te servirá para identificar el modo enque Bacon intentóf undar su nuevo método, que dio en llamarse “filosofía experimental”.

Cerdeiras, en el texto mencionado, escribe: “El hombre como conciencia individual y portador de razón se vertebra en el eje de la modernidad”. En los párrafos siguientes te presentamos algunas consideraciones que te permitirán comprender más cabalmente su afirmación.

Para Descartes el método constituye una de sus preocupaciones fundamentales, cualquier conocimiento será científico si cumple con determinados requisitos metódicos que garantizan el acceso a la verdad, y ésta es una característica que atraviesa toda la Modernidad. Es así como postula la unidad de la ciencia y, por ende, una única metodología:

“Las ciencias todas no son más que la inteligencia humana, que es siempre una y siempre la misma, por grande que sea la variedad de su objeto, como la luz del sol esuna, por múltiples y distintas que sean las cosas que ilumina [...] Es, pues, indispensable que lleguemos a convencernos de que todas las ciencias están íntimamente relacionadas, más fácil es aprender todas a la vez que aprender una sola, separándola por completo de las demás.” (Regla I)6

Es fácil que comprendas, a partir de lo anterior, que la unidad de la ciencia está en la inteligencia y la generalidad que es lo que caracteriza su noción de método, es decir, la aplicabilidad de la misma metodología independientemente de los contenidos particulares de cada ciencia.

La concepción cartesiana del método científico se funda en la “evidencia”, y parte de considerar que todo fenómeno natural es un compuesto de elementos simples, por lo cual es necesario identificarlos por vía del “análisis”; luego de realizado este análisis del fenómeno, resulta necesario reunir o “sintetizar” lo que con anterioridad se había dividido.

Labastida, J. (1978) en Producción, ciencia y sociedad: de Descartes a Marx, sostiene que podría hacerse un paralelo entre esta estrategia y la división del trabajo en la fábrica, que como recordarás es lo distintivo del nuevo sistema productivo. Descartes expresa en 4 sencillos preceptos su método y dice:

“Así como la exagerada multiplicidad de las leyes es con frecuencia excusa de las infracciones, y del mismo modo que los Estados mejor organizados son los que dictan pocas leyes, pero de rigurosa observancia, creí que, en lugar de los numerosos preceptos que contiene la lógica, bastaban cuatro reglas, pero cumplidas de tal modo que ni por una sola vez fueran infringidas bajo ningún pretexto.
El primero de estos preceptos consistía en no recibir como verdadero lo que con toda evidencia no reconociese como tal, evitando cuidadosamente la precipitación y los prejuicios, y no aceptando como cierto sino lo presente a mi espíritu de manera tan clara y distinta que acerca de su certeza no pudiera caber la menor duda.
El segundo, era la división de cada una de las dificultades con que tropieza la inteligencia al investigar la verdad en tantas partes como fuera necesario para resolverlas.
El tercero, ordenar los conocimientos, empezando siempre por los más sencillos, elevándome por grados hasta llegar a los más compuestos y suponiendo un orden en aquellos que no lo tenían por naturaleza.
Y el último consistía en hacer enumeraciones tan completas y generales que me dieran la seguridad de no haber incurrido en ninguna omisión.”7


El conocimiento de estos preceptos te permitirá acceder al método cartesiano yobservar que es verdaderamente abarcativo, puesto que presenta un doble aspecto: elanálisis y la síntesis. Es bueno que conozcas también que Descartes lo aplicaba tantoen la comprensión de la naturaleza, del mundo, como en la del hombre.

Cumplidos estos preceptos, el conocimiento se presenta a un “espíritu atento” de manera “clara y distinta” por lo cual puede asegurarse su “evidencia”.

Queremos agregar que, con estas recomendaciones, Descartes está pensando en un método que asegure y simplifique el conocimiento de nuevas verdades, como también realza la subjetividad que justifica el criterio de evidencia.

“Lo más ventajoso de este método era, a mi juicio, la seguridad de que mi razón intervenía como principalísimo elemento en la labor científica, desechando prejuicios y rutinas, preocupaciones tradicionales y errores arraigadísimos, que oscurecen la inteligencia, interponiendo un velo entre ella y la verdad. Practicando este método mi espíritu se habituaba paulatinamente a concebir más clara y distintamente la realidad de las cosas; y no sometiéndolo a ninguna materia o ciencia particular podía aplicarlo con la misma utilidad a vencer las dificultades que me ofrecieran otras ciencias.”8

Es importante destacar que para Descartes la evidencia se constituye en el criterio de verdad puesto que asegura la identificación entre “ser” y “pensar”:

“Pero enseguida noté que si yo pensaba que todo era falso, yo, que pensaba, debía ser alguna cosa, debía tener alguna realidad; y viendo que esta verdad: pienso, luego existo era tan firme y tan segura nadie podría quebrantar su evidencia, la recibí sin escrúpulo alguno como el primer principio de la filosofía que buscaba.”9

Es esta verdad intuitiva que brinda absoluta certeza, de esa manera el cogito disipa la duda porque: “Me parece que puedo ya establecer la regla general de que todas las cosas que concebimos muy clara y distintamente, son verdaderas.”10

Es decir que esta regla no sólo le permitirá diferenciar lo verdadero de lo falso, sino que es “en sí mismo donde encontrará el fundamento de la verdad guiado siempre por la razón”; en definitiva, como verás, la subjetividad irrumpe con toda su fuerza, y por otra parte, al proponer la evidencia como criterio de verdad, Descartes anula otros criterios como el de autoridad y hasta el de la experiencia, postulando la primacía de la razón.

El otro aporte metodológico que signó a la Edad Moderna está representado por Galileo, quien se propone estudiar los fenómenos naturales recurriendo sistemáticamente a la observación, al experimento y a la matematización; es importante aclarar que la experimentación en Galileo está precedida por formulaciones teóricas, es más, se ha sostenido que sus experiencias son “experiencias de pensamiento”, es decir, experimentos imaginarios sobre los que a partir del razonamiento obtenía conclusiones. Lo cierto es que su metodología está basada en la “observación sistemática” y en el “método experimental”:

• La observación sistemática, difiere de la observación “ingenua” ya que está guiada teóricamente, es controlada, puede utilizar instrumentos y forma parte de los experimentos. Por otra parte, el investigador debe delimitar el objeto, las condiciones de observación y el tipo de acontecimientos que han de registrarse.

• El método experimental propuesto por Galileo se compone de tres elementos: el razonamiento hipotético-deductivo, la matematización de la experiencia y el experimento.

- En el razonamiento hipotético-deductivo se asocia razonamiento y experiencia, ya que se organiza la experiencia hipotético-deductivamente: a) formulación de hipótesis previas; b) generación de las condiciones de puesta a prueba; c) obtención de conclusiones que permiten eliminar, corregir o confirmar la hipótesis. Esta estrategia condujo a un abandono del concepto de hipótesis como postulado y a su reemplazo por el de hipótesis como conjetura, en el sentido de probabilis, enunciado que puede y debe ser probado empíricamente; tampoco se da aquí la utilización del razonamiento inductivo para validar hipótesis.

- La matematización de la experiencia, concepto que encontrarás presentado en el texto de Benasayag, Pensar la libertad, implica que los resultados de la observación y la experiencia son interpretados matemáticamente, Galileo dirá que “el libro de la naturaleza está escrito con caracteres matemáticos”, por lo cual hace una representación formal de los sistemas naturales ya que la esencia de los fenómenos posee una explicación teórica, racional. La matemática se convierte entonces en el lenguaje de la ciencia. Si la realidad es racional, la conciencia (el hombre) puede conocerla, por lo tanto emanciparse; hay por parte de Galileo una creencia en el poder de la razón y una consideración del hombre como el ser de la razón. La matematización posibilita la formulación de enunciados generales que expresan regularidades –leyes-.

- El experimento se configura por la generación artificial de un hecho, en condiciones predeterminadas; la observación sistemática y detallada del fenómeno; el control de los factores participantes, variando de uno por vez aquellos factores que se consideren relevantes -en función de hipótesis previas- y manteniendo los otros constantes y el establecimiento de relaciones causales. Esta metodología difiere claramente de la “experiencia sensible” en la que la interpretación de los hechos es tal como se presentan a la percepción, y la comprensión de los mismos es ingenua, inmediata, directa, concreta.

Con Galileo, el proceder científico adquiere características distintivas: por un lado, la organización de la investigación a partir de hipótesis previas y de promover la intervención del investigador a través del empleo de instrumentos (tal es el caso del uso que hizo del telescopio) y, por otro, la interpretación cuantitativa de la realidad; ambas características se mantienen en la actualidad.

La Modernidad se ve atravesada por estos tres métodos, que llevan a que se perfile una nueva actitud científica y un nuevo valor asignado a la ciencia.


3- La concepción de ciencia

Es importante que tengas presente que la Edad Moderna proclama que el valor de la ciencia reside en su utilidad para dominar y transformar la naturaleza; Bacon afirma: “El conocimiento humano es igual al humano poder”11, de esa manera la actividad científica se orienta hacia la indagación de conocimientos aplicables y útiles. Esto la diferencia de la concepción aristotélica que postulaba que la ciencia tiene valor por sí misma y que las ciencias teoréticas, en tanto procuran conocer por conocer, son mejores que las ciencias productivas.

Es en ese período que se descarta la idea de aprehensión intuitiva, inmediata, de los conocimientos y se sustituye o, por lo menos, posterga la demostración puramente deductiva desde los principios considerados como axiomas.

Dichos cambios implican el surgimiento de una ciencia abstracta y relacional, ya que hay un apartarse de la experiencia sensible a partir de la nueva metodología. La ciencia se constituye como explicativa a partir de la construcción de teorías y conceptos teóricos, conjeturas y leyes acerca de cómo sería el universo. Se sustituye la idea de un universo concreto como unidad cerrada de un todo, cualitativamente determinada y jerárquicamente ordenada, donde cielo y tierra tienen leyes diferentes, por un universo abstracto en tanto conjunto abierto e indefinido, regido por leyes –regularidades-, y se produce una fusión entre la física terrestre y la física celeste ya que la terrestre también utiliza y aplica los métodos matemáticos e hipotético-deductivo; y, además, no puede desarrollarse una física (mecánica) terrestre sin un desarrollo simultáneo de la mecánica celeste.

Pero la investigación científica en general, presenta problemáticas que sólo pueden elucidarse a través de la cooperación científica, de allí que es en esa época en la que aparecen las primeras agrupaciones científicas.

Con el surgimiento de las personalidades renacentistas, surge la necesidad de reunir los desarrollos científicos individuales. En esta tarea se destaca el Padre Marin Mersenne (1588-1648), sacerdote jesuita que estudió en el colegio jesuita de La Flèche junto con Descartes y en 1611 ingresó a la Orden de los Mínimos. En su celda del convento de París donde vivía, se reunieron las mentes más brillantes de la época -teólogos, filósofos, científicos-. Se conformó así el Círculo del Padre Mersenne, constituyéndose un cenáculo en el que se desarrollaban importantes discusiones teológicas y científicas. Mersenne mantuvo una profusa y rica correspondencia con varios de los intelectuales que lo frecuentaban, convirtiéndose ésta en una importante documentación científica, teológica y filosófica. Grandes fueron sus contribuciones a la difusión del pensamiento, entre ellas está la divulgación que hace de las ideas de Descartes cuando reúne las “objeciones” a las Meditaciones Metafísicas, como asimismo posibilita el conocimiento de Galileo, de Eduardo Herbert de Cherbury y de Thomas Hobbes, traduciendo (o compendiando) algunas de sus obras.

Te será de interés saber que en este siglo XVII es cuando aparecen los instrumentos que auxiliarán el desarrollo científico, tales como el telescopio, el microscopio, el termómetro, el barómetro, el péndulo. Gottfried Leibniz y Newton elaboran el cálculo infinitesimal y Descartes crea la geometría analítica en la que une el cálculo algebraico y el análisis matemático, mediante la aplicación previa de coordenadas.

Junto al modelo de ciencia, representado por la física de Newton, la “duda metódica” -propuesta por Descartes- resulta ser decisiva ya que conduce a considerar todo conocimiento como provisional hasta que no haya pasado por rígidas estrategias de puesta a prueba.

Como comprenderás, la prudencia y el valor de la subjetividad pasan a ser particularidades del pensamiento científico de la Modernidad, que a través de la duda metódica adquieren total relevancia.

Tal como habrás visto que afirma Benasayag en su texto, esto supuso la construcción de un nuevo marco conceptual, lo que condujo a la formulación de nuevos principios generando una nueva cosmovisión, una nueva idea de la naturaleza, de la ciencia y una nueva metodología.

Luego de estas dos tutorías estás en condiciones de revisar el Documento de Mario Di Bella, en Orientaciones..., dedicado al pensamiento de Thomas Kuhn sobre las revoluciones científicas. El concepto de paradigma y el significado de las revoluciones en el campo de las ciencias, están muy claramente explicados allí.


Esta semana...
... la propuesta de trabajo es que termines con las preguntas que integran los ejes de la Unidad 3, solicitadas anteriormente en la Actividad integradora, y escribas tus conclusiones en el foro.

La semana que viene...
... nos encontramos en la tutoría presencial para revisar las Unidades 1, 2 y 3. Recordá consultar la página de Novedades para confirmar las sedes y los horarios de dichas tutorías y del 1º parcial.



Terminamos esta unidad con una frase de Freire que enlaza con la unidad que sigue:
“Histórico como nosotros, nuestro conocimiento del mundo tiene historicidad.
Al ser producido, el nuevo conocimiento, supera a otro que fue nuevo antes yenvejeció y se ‘dispone’ a ser sobrepasado mañana por otro.
De allí que sea tan importante conocer el conocimiento existente cuánto saber que estamos abiertos y aptos para la producción de conocimiento aún no existente. Enseñar, aprender e investigar, lidiar con esos momentos del ciclo gnoseológico: aquel en el que se enseña y se aprende el conocimiento ya existente y aquel en el que se trabaja la producción del conocimiento aún no existente.”




1 Smith, A. La riqueza de las naciones, México, Cruz S.A., 1977.
2 Smith, A., op. cit.
3 Descartes, R., Reglas para la dirección del espíritu, en Obras Escogidas, Buenos Aires, Ed. Schapire, 1965.
4 Bacon, F. Novum Organum, Buenos Aires, Losada, 1961.
5 Bacon, F., op. cit.
6 Descartes, R., en Reglas...
7 Descartes, R., Discurso del método- 2º parte- (1637), en Obras Escogidas, Buenos Aires, Schapire, 1965.
8 Descartes, R., en Discurso..., 2º parte.
9 Descartes, R., en Discurso..., 4º parte.
10 Descartes, R., Meditaciones Metafísicas- 3º Meditación- (1641), en Obras Escogidas, Buenos Aires, Schapire, 1965.
11 Bacon, F., op. cit.