martes, 15 de abril de 2008

Documento: Laski Harold, El Liberalismo Europeo. Unidad 3: El nacimiento y desarrollo de las ciencias modernas.

Laski, H., El liberalismo europeo
Unidad 3 – Documento UBA XXI - Modalidad virtual
Introducción al Pensamiento Científico

Laski, Harold,
El liberalismo europeo, México,Fondo de Cultura Económica,1994; “El panorama”, apartadosI., II. y III.




I. EL PANORAMA

I

Una clase social nueva logra establecer sus títulos a una participación cabal en el dominio del Estado en el período que va de la Reforma a la Revolución Francesa. En su ascensión al poder echó a bajo las barreras que en todos los órdenes de la vida, salvo el eclesiástico, habían hecho del privilegio una función del Estado, asociando la idea de los derechos con la de la posesión territorial. Debió realizar para llegar a ese fin un cambio fundamental en todas las relaciones legales.

El cimiento jurídico de la sociedad cambió del status al contrato. La uniformidad de creencias religiosas cedió el sitio a una variedad de credos en la que aun para el escepticismo había campo. El poder concreto e incontrastable de la soberanía nacional sustituyó al vago imperio medieval del jus divinum y jus naturale. Hombres cuya influencia no tenía más fundamento que la propiedad mueble llegaron a compartir el control de la política con una aristocracia cuya autoridad dimanaba de la posesión territorial. El banquero, el comerciante, el industrial, reemplazaron al terrateniente, al eclesiástico y al guerrero como tipos de influencia social predominante. En la función de fuente primaria de la legislación, la ciudad, con su insaciable pasión por los cambios, reemplaza al campo, siempre adverso a las novedades. Lentamente, pero de modo irresistible, la ciencia reemplazó a la religión, convirtiéndose en factor principal de la nueva mentalidad humana. La doctrina del progreso, con su noción concomitante de perfectibilidad mediante la razón, desalojó a la idea de una edad pretérita, con su noción concomitante de pecado original. Los conceptos de iniciativa social y control social abrieron paso a los conceptos de iniciativa individual y control individual. Y, finalmente, condiciones materiales nuevas dieron pábulo a nuevas relaciones sociales. De acuerdo con éstas, surgió una filosofía nueva que daba una justificación racional al mundo recién nacido.

Esta nueva filosofía fue el liberalismo, y mi propósito es trazar, en sus contornos generales, la historia de las fuerzas que hicieron del liberalismo una doctrina coherente. Inútil es decir que este proceso nunca fue directo y muy pocas veces consciente. La genealogía de las ideas dista mucho de ser una línea recta. En el desarrollo del liberalismo se cruzan corrientes de doctrinas de tan diverso origen, que enturbian toda claridad, y acaso irremediablemente hacen imposible toda precisión. A la evolución del liberalismo han contribuido de modo determinante hombres que de hecho le eran ajenos y aun hostiles; desde Maquiavelo hasta Calvino, desde Lutero hasta Copérnico, desde Enrique VIII hasta Tomás Moro, en un siglo; y en otro, Richelieu y Luis XIV, Hobbes y Jurieu, y lo mismo Pascal que Bacon. En la determinación del clima mental que lo hizo posible fue causa del choque inconsciente de los acontecimientos, al menos tan importante como la de los esfuerzos deliberados de los pensadores. Los descubrimientos geográficos, la nueva cosmología, las invenciones técnicas, una metafísica secular y renovada, y, sobretodo las nuevas formas de la vida económica, todo vino a contribuir a la formación de sus ideas directrices. No hubiera llegado a ser lo que fue sin la revolución teológica que llamamos La Reforma, y ésta, a su vez, debió mucho de su carácter al renacimiento de la cultura. Y mucho también debe al hecho de que el colapso de la medieval respublica Christiana haya dividido a Europa en un mosaico de diferentes Estados soberanos, cada uno con sus problemas especiales a resolver y su experiencia única a ofrecer. Tampoco fue fácil su alumbramiento. La revolución y la guerra lo presidieron desde la entraña. Y no es exagerado decir que difícilmente se encontrará, antes de 1848, un período en que reacciones violentas contrarrestaran el crecimiento del nuevo ser. Los hombres luchaban tenazmente para sostener aquellos hábitos en que se fundaban sus privilegios, y el liberalismo era, por encima de todo, un reto a los intereses establecidos, hechos sagrados por las tradiciones de medo millar de años.

El cambio que produjo fue, en todos los órdenes, inconmensurable. Se fue cuarteando poco a poco aquella sociedad en que la posición que guardaba cada persona era, usualmente, definida, y el mercado sobretodo local, la cultura y la ciencia más un lujo que actividades profundas; en que el cambio por lo común acontecía de modo inconsciente, y, en principio, no era bien recibido; los preceptos religiosos, que muy pocos ponían en duda y nadie con buen resultado, gobernaban las costumbres; donde había escasa acumulación de capitales y las necesidades de un mercado doméstico dominaban la producción. Con el triunfo del nuevo régimen en el siglo XIX, la Iglesia había dado a luz al Estado, árbitro institucional de los destinos humanos. A los derechos de nacimiento sucedían los derechos de propiedad. El espíritu inventivo había hecho del cambio, y no ya de la estabilidad, la característica suprema de la escena social. Había aparecido un mercado mundial, y el capital se había acumulado en escala tan inmensa que su búsqueda de utilidades afectaba ahora la vida y la fortuna de grupos humanos hasta entonces desatendidos por la civilización europea. Todas las clases sociales, aun cuando eran todavía las servidoras de la propiedad apreciaban el significado de la cultura y la ciencia. Si los preceptos religiosos todavía contaban, habían perdido todo poder sobre las costumbres de sus mismos partidarios.

Es claro que el liberalismo, aun en su triunfo, no aparece como un cuerpo de doctrina o práctica netamente logrado. Trató de crear el mercado mundial. Pero la lógica de este empeño se frustró ante las implicaciones políticas del nacionalismo que dominaba en los días de su aparición y que floreció con su crecimiento. Quiso reivindicar el derecho del individuo a labrar su propio destino, sin miramiento para ninguna autoridad externa que pretendiere limitar sus posibilidades; pero se encontró con que tal propósito llevaba consigo un desafío implícito de la comunidad a la soberanía del individuo. Buscó salida contra todas las trabas que la ley impone al derecho de acumular la propiedad, tropezó con que este derecho llevaba en el seno, como agente autodestructor, el fomento de toda una clase proletaria. En una palabra: No bien alcanzó su propósito, cuando vio aparecer ante sí una amenaza contra todos sus postulados, amenaza que a buen seguro transforma a su vez el mundo que el liberalismo había engendrado.

¿Qué es, pues, este liberalismo de que vamos a tratar? No es fácil describirlo, y menos definirlo, pues apenas si es menos un hábito mental que un cuerpo de doctrina. Como doctrina, se relaciona sin duda directamente con la noción de libertad pues surgió como enemigo del privilegio conferido a cualquier clase social por virtud del nacimiento o la creencia. Pero la libertad que buscaba tampoco ofrece títulos de universalidad, puesto que en la práctica quedó reservada a quienes tienen una propiedad que defender. Casi desde los comienzos lo vemos luchar por oponer diques a la autoridad política, por confinar la actividad gubernamental dentro del marco de los principios constitucionales y, en consecuencia, por procurar un sistema adecuado de derechos fundamentales que el Estado no tenga la facultad de invadir. Pero aquí también, al poner en práctica esos derechos, resulta que el liberalismo se mostró más pronto e ingenioso para ejercitarlos en defensa de la propiedad, que no para proteger y amparar bajo su beneficio al que no poseía nada que vender fuera de su fuerza de trabajo. Intentó, siempre que pudo, respetar los dictados de la conciencia, y obligar a los gobiernos a proceder conforme a preceptos y no conforme a caprichos; pero su respeto a la conciencia se detuvo en los límites de su deferencia para con la propiedad, y su celo por la regla legal se atemperó con cierta arbitrariedad en la amplitud de su aplicación.

Por sus orígenes, el liberalismo ha sido generalmente hostil a las pretensiones de las iglesias, y ha tendido menos al erastismo de Hobbes que a mirar las instituciones religiosas como otras asociaciones más dentro de la comunidad social, cuyo título a la tolerancia subsiste en tanto que no amenacen el orden social establecido. Ha sido favorable al gobierno representativo, aun en los casos en que ello suponía admitir también el sufragio universal. De modo general, ha sostenido el principio de las autonomías nacionales. Como regla, aunque con excepciones, se ha mostrado simpático a los derechos de los grupos minoritarios y al de la libre asociación. Ha mirado con desconfianza las cortapisas a la libertad del pensamiento, y todo intento de impedir, mediante la autoridad del gobierno, el libre juego de las actividades individuales. Todo lo cual no significa que haya procurado conscientemente todos estos fines. Mucho más exacto es decir que se vio arrastrado a servirlos como consecuencia de sus propósitos más profundos; y ya trataré más adelante de explicar lo que significa esta diferencia.

Pero el liberalismo, según he afirmado, es tanto una doctrina como un modo de ver. Ha sido escéptico por tendencia; siempre ha adoptado una actitud negativa ante la acción social. Por sus orígenes, siempre vio en la tradición una fuerza a la defensiva, lo que siempre le hizo preferir el bendecir toda innovación individual, antes que el sancionar las uniformidades que el poder político trata de establecer. Esto es, invariablemente vio en ambas cosas, la tradición y la uniformidad, un ataque al derecho de los individuos para hacer de sus propias afirmaciones y sus propias concepciones una regla de aceptación universal, no por fuerza de autoridad, sino porque su validez inherente les asegura el libre consentimiento de otros. Hay, pues en el temperamento liberal un resabio de romanticismo, cuya importancia es considerable. Tiende a ser subjetivo y anárquico; a aceptar con prontitud cuanto cambio provenga de la iniciativa individual; a insistir en que esta iniciativa lleva en sí los gérmenes necesarios del bien social. Por donde siempre ha querido, aunque las más de las veces de modo inconsciente, establecer una antítesis entre la libertad y la igualdad. En la primera ha visto aquel predominio de la acción individual que siempre ha defendido celosamente; en la igualdad ha visto mas bien la intervención autoritaria que, a su ver, conduce en último resultado a la parálisis de la personalidad individual. De aquí una consecuencia importante, y es que el liberalismo, aunque siempre pretendió insistir en su carácter universal, siempre se reflejó en instituciones de beneficios demasiado estrechos o limitados para el grupo social al que pretendía conducir. Porque si bien en teoría se ha rehusado a reconocer límites de clase o credo, o aun de raza, a su aplicación, las circunstancias históricas en que ha funcionado lo constreñían a limitaciones involuntarias. El sentido de éstas es la clave para el entendimiento de la idea liberal. Sin ellas no podemos explicar ni los triunfos ni los fracasos de su historia.

Porque lo que produjo el liberalismo fue la aparición de una nueva sociedad económica hacia el fin de la Edad Media. En lo que tiene de doctrina, fue modelado por las necesidades de esa sociedad nueva; y, como todas las filosofías sociales, no podía trascender el medio en que nació. También como todas las filosofías sociales, contenía en sus mismos gérmenes los factores de su propia destrucción en virtud de la cual la nueva clase media habría de levantarse a una posición de predominio político. Su instrumento fue el descubrimiento de lo que podemos llamar el Estado contractual. Para lograr este Estado, se esforzó por limitar la intervención política dentro de los límites más estrechos, compatibles con el mantenimiento del orden público. Nunca pudo entender –o nunca fue capaz de admitirlo plenamente- que la libertad contractual jamás es genuinamente libre hasta que las partes contratantes poseen igual fuerza para negociar. Y esta igualdad, por necesidad, es una función de condiciones materiales iguales. El individuo a quien el liberalismo ha tratado de proteger es aquel que, dentro de su cuadro social, es siempre libre para comprar su libertad; pero ha sido siempre una minoría de la humanidad el número de los que tienen los recursos para hacer esa compra. Puede decirse, en suma, que la idea del liberalismo está históricamente trabada, y esto de modo ineludible, con la posesión de la propiedad. Los fines a los que sirve son siempre los fines de los hombres que se encuentran en esa posición. Fuera de este círculo estrecho, el individuo por cuyos derechos ha velado tan celosamente no pasa de ser una abstracción, a quien los pretendidos beneficios de esta doctrina nunca pudieron, de hecho, ser plenamente conferidos. Y por lo mismo que sus propósitos fueron modelados por los poseedores de la propiedad, el margen entre sus ambiciosos fines y su verdadera eficacia práctica siempre ha sido muy grande.

No quiero decir con esto que el triunfo del liberalismo no haya representado un progreso real y profundo. Desde luego, hizo posibles muchas relaciones productivas que mejoraron inmensamente el nivel general de las condiciones materiales. Además de que el progreso científico se debe al clima mental creado por él. Al final de cuentas, el advenimiento de la clase media al poder ha sido una de la revoluciones mas benéficas en la historia. Cierto es también que se ha pagado caro por ella; pues significó el sacrificio de ciertos principios medievales cuya restauración, a mi modo de ver significaría una sólida ganancia. Pero es innegable que, al pasar del siglo XV al XVI, y más todavía al XVII, se sienten ensancharse los horizontes y las posibilidades de creación, aumenta el reconocimiento de la dignidad inherente a la persona humana, crece la aversión contra los dolores inútiles que antes se le infligían, crece también el amor a laverdad por sí misma y el propósito de experimentación en servicio de la verdad; patrimonio todo ello de una herencia social que, sin ellos, hoy nos aparecería muy desmedrada. Tales son los provechos que trajo consigo el triunfo del credo liberal. Claro es que éstos nunca han sido igualmente compartidos dentro de la civilización que los acarreaba, y que el llevarlos a plena madurez siempre significó un gasto de trágicos esfuerzos. Pero sin la revolución liberal, sería mucho menor de lo que es el número de aquellos cuyas reclamaciones han podido ser satisfechas. Y este criterio es, en definitiva, la piedra de toque para juzgar una doctrina social.

II
De suerte que el liberalismo surgió como una nueva ideología destinada a colmar las necesidades de un mundo nuevo. ¿Por qué hablamos de un mundo nuevo? Tengamos en cuenta los descubrimientos geográficos; luego, la ruina de la economía feudal; después, el establecimiento de nuevas iglesias que no reconocen ya la supremacía de Roma; la revolución científica que trastorna las perspectivas mentales; el volumen creciente de los inventos técnicos que es causa de nuevas riquezas y aumentos de la población; la invención de la imprenta, con su inevitable consecuencia sobre los ensanches de la cultura y la consolidación de localismos vagos e incoherentes en estados nacionales, centralizados y eficientes. De lo cual nace una flamante teoría política que, como en Maquiavelo y en Bodino, funda la investigación del problema social en la relación del hombre con el hombre y ya no en la relación del hombre con Dios. Sobrevienen las hazañas colonizadoras de España y Portugal primero, y luego de Francia e Inglaterra, y de aquí brotan nuevos hábitos y esperanzas. Estos hábitos y esperanzas entran en conflicto con las ideas y practicas tradicionales, remodelándolas a tal punto a lo largo de tres centurias, que los rasgos característicos de la sociedad difícilmente serían ahora reconocibles para un observador de la Edad Media. Esta sociedad es ya una sociedad diferente, y que sabe que es diferente. Está dotada de un sentido de expansión antes desconocido, de cierto aliento de desahogo espacial, propias prendas de una humanidad que se siente lanzada a una reconstrucción de los cimientos sociales.

¿Cuál era la esencia de esta nueva sociedad? Ante todo, según creo, su redefinición de las relaciones de producción entre los hombres. Pues entonces descubrieron que para explotar en toda su plenitud aquéllas no podían usar ni las instituciones ni las ideas que habían heredado. La razón de este anhelo de transformación es sencilla. El espíritu capitalista comienza a adueñarse de los hombres para fines del siglo XV. ¿Y qué significa esto? Pues, nada menos, que el objeto principal de la acción humana era la búsqueda de la riqueza. Mientras para la Edad Media la idea de adquirir riquezas estaba limitada por un conjunto de reglas morales impuestas por la autoridad religiosa, de 1500 en adelante tales reglas, y las instituciones, hábitos e ideas de ellas dimanados, se juzgan improcedentes. Se los siente nada más como restricciones. Se los elude, se los critica, se los abandona francamente, porque sólo sirven para estorbar el aprovechamiento de los medios de producción. Hacen falta nuevas concepciones que legitimen las nuevas oportunidades de riqueza que se han venido descubriendo poco a poco en las épocas precedentes. La doctrina liberal es la justificación filosófica de las nuevas prácticas.

Y no es que la idea de la riqueza por la riqueza sea una novedad de repente en una época determinada, no. Seguramente es tan vieja como la civilización misma. Es claro que lo que llamamos hoy el espíritu capitalista había ya hecho presa de hombres como San Goderico o Jacques Coeur, o los banqueros florentinos mucho antes de llegar a las postrimerías del siglo XV. Pero sólo en estos años comienza a impregnar la mentalidad colectiva. Antes, el criterio sobre la legitimidad de los actos no derivaba, por decirlo así, del solo concepto de la ganancia, sino que aparecía determinado por reglas morales a que los principios económicos se subordinan. El productor medieval -sea en el orden de las finanzas, el comercio o la manufactura- alcanzaba su objeto a través de una serie de acciones que, a cada paso, lo ligaban a ciertas reglas de conducta que presuponían, para la adquisición de riquezas, una justificación fundamental en principios éticos. Tenía derecho a la abundancia, cierto; pero debía conquistarla con medios que se consideraban moralmente autorizados.

El valor no era para él una mera función de la demanda. Los salarios que pagaba no se medían por la sola exigencia del obrero. Las horas laborables, la calidad de los materiales, los métodos de venta, el carácter del lucro, para tomar sólo algunos ejemplos, estaban sujetos a un código de reglas que arrancaban de ciertos principios morales cuya observancia se consideraba indispensable a la salvación del alma. La Edad Media está empapada en la noción de un supremo fin ultraterrestre, al que tiene que ajustarse toda conducta. Y el buscar la ganancia por sí misma es incompatible con semejante noción. La riqueza era un fondo de sentido social, no una posesión individual. El rico no la disfrutaba por sí o para su propio gusto, sino como administrador y en nombre de la comunidad. Se encontraba así, limitado a la vez en lo que podía adquirir y en los medios para adquirirlo. Toda la moralidad social de la Edad Media estaba construida sobre esta doctrina. La sostienen por igual los ordenamientos de la Iglesia y del derecho civil.

Este modo de ver se desvanece ante el creciente predominio del espíritu capitalista. Una concepción individualista desaloja a la concepción social. La idea de la sanción utilitaria reemplaza gradualmente la idea de la sanción divina para las reglas de conducta. Y el principio de la utilidad no se determina ya con frecuencia al bien social, sino que su significado radica ahora en el deseo de satisfacer una apetencia individual, dándose por aceptado que, mientras mayores riquezas posee el individuo, mayor es su poder para asegurarse esa satisfacción. En cuanto este sesgo mental comienza a dominar los ánimos, desata de suyo una fuerza revolucionaria: reemplaza, en efecto, la idea medieval predominante –la idea de subsistencia, propia de un mundo estático o tradicionalista- por la idea moderna de la producción ilimitada. Y ésta, a su turno, implica la creación de una sociedad dinámica y antitradicionalista. Porque, siendo ilimitado el deseo de la riqueza, continuamente buscará experimento y novedad. Más aún, este tipo de sociedad tenderá siempre a contrariar toda autoridad, pues ésta es conservadora por naturaleza, y temerosa del desorden que arrastran los experimentos incesantes. La lógica del espíritu nuevo lo lleva a tallar a su conveniencia todas las aristas de aquel mundo. Donde las ideas e instituciones que le salen al paso atajan su carrera hacia la riqueza, trata de plegarlas según sus propios fines. A los paladines del nuevo espíritu se les ofrecen satisfacciones tangibles y directas, alcanzables en esta vida, lo que era incapaz de ofrecerles la doctrina antigua. Así en la competencia de las ideas, se mudan las bases de las relaciones sociales. Los hombres anhelan engendrar un mundo nuevo, por lo mismo que están convencidos de que el equilibrio ha de rehacerse.

Si nos preguntamos por qué triunfó el espíritu capitalista, no encontramos mejor respuesta que la siguiente: porque dentro de los límites del antiguo régimen las potencialidades de la producción no podían ser ya explotadas. Paso a paso, los hombres nuevos, con sus métodos nuevos, adelantaban camino hacia un volumen de riqueza inalcanzable para la sociedad antigua. Las atracciones de esta riqueza despertaban apetitos que aquella vetusta sociedad, dada su contextura, era incapaz de satisfacer. En consecuencia, los hombres pusieron en tela de juicio la legitimidad de aquella contextura. La actitud para con la usura, la aceptación de los gremios como un medio racional de controlar la producción, la noción de que la Iglesia era la fuente natural del criterio ético, todo comenzó a aparecer inadecuado, porque todo ello se atravesaba en el camino de las potencialidades que el espíritu nuevo revelaba. La idea del capitalismo no cabía dentro de los muros de la cultura medieval. Y el capitalismo, en consecuencia, emprendió la tarea de transformar la cultura de acuerdo con sus nuevos propósitos. Para ello tuvo desde luego que proceder por etapas; y, desde luego también, no se puede decir que tenga éxito mientras no destruya una resistencia que, en resumidas cuentas, ha durado tres siglos. Su afán es establecer el derecho a la riqueza con el mínimo de interferencia de cualquier autoridad social, sea la que fuere. En este empeño, el capitalismo se ve obligado, hablando en términos generales, a pasar por dos grandes fases: por un lado, pretende transformar la sociedad, mientras por el otro, trata de apoderarse del Estado. Para la transformación de la sociedad procura adaptar los hábitos y maneras de ésta en el sentido de sus propios designios. Y si quiere adueñarse del Estado es porque éste, en suma, posee el supremo poder coercitivo social y puede disponer de él conscientemente de acuerdo con sus fines. Para justificarse, persuadirá a sus secuaces –no sin una buena dosis de coerción que anda mezclada en la persuasión- de que la búsqueda de la riqueza por sí misma lleva implícito necesariamente el bien social. El que se enriquece, por ese solo hecho, se transforma en un benefactor social. El espíritu nuevo consiste en eso. Esta es la clave de la gran aventura que emprenderán los tiempos modernos.

Importa subrayar un hecho que el mismo desarrollo gradual de este proceso tiende a oscurecer. Una filosofía de la vida es, inherentemente, la idea íntima del capitalismo. Quienes la aceptan, no necesitan justificar sus acciones con motivos de origen extra-capitalista. Su lucha por la riqueza en tanto que individuos colora y modela sus actitudes en todos los órdenes de la conducta. Mientras no se llegó a esto, puede decirse con razón que el capitalismo no había concluido la revolución en que se empeñaba. En todos los caminos encontraba normas de conductas contradictorias con su espíritu. Debió transformarlas, o luchar por transformarlas todas sin excepción. Comenzó por modificar viejas prácticas e instituciones, y al fin acabó por abandonarlas. Comenzó valiéndose de evasivas y excepciones, y al fin paró convirtiéndolas en privilegios. Jacques Coeur necesitaba licencia para traficar con los infieles, pero ya su sucesor no la necesitaba para nada. Cierto relajamiento de las restricciones gremiales era bastante en determinada etapa del proceso; pero llega un día en que no es posible contentarse con menos que la disolución completa de ellas. La incipiente doctrina, al menos hasta el final del período mercantilista, considera como cosa natural la subordinación de la economía a la política. Pero resulta entones que una administración estatal deficiente estorba la explotación plena de los recursos económicos, entonces las mentes van inclinándose al principio del laissez-faire. El Estado que hasta los comienzos del siglo XVIII aparece todavía como un agente eficaz del capitalismo, a fines de ese mismo siglo es considerado ya como el enemigo natural de su doctrina. Toda la ética del capitalismo se resume en su esfuerzo por libertar al poseedor de los instrumentos de producción. Emancipándolo de toda obediencia a las reglas que coartan su explotación cabal. El auge del liberalismo resulta de la ascensión gradual de la doctrina que sirve de fundamento a esta ética.

Permítasenos plantear el problema en términos apenas diferentes. Antes del advenimiento del espíritu capitalista, los hombres vivían dentro de un sistema en que las instituciones sociales efectivas –Estado, Iglesia o gremio- juzgaban del acto económico con criterios ajenos a este mismo acto. El interés individual no se presentaba como argumento concluyente. No se aceptaba la utilidad material como justificación de la conducta económica. Aquellas instituciones sociales trataban de imponer, y en parte lo imponían, un cuerpo de reglas para gobernar la vida económica, cuyo principio animador era el respeto al bienestar social en conexión con la salud del alma en la vida futura. Ante esa consideración, se estaba dispuesto a sacrificar el interés económico del individuo, puesto que ello aseguraba su destino celestial. Con este propósito a la vista, la competencia era controlada, el número de clientes para cada comerciante era limitado, había prohibiciones al comercio por razones religiosas, se prefijaban los precios y los tipos de interés, los días festivos eran obligatorios, se regulaban los salarios y las horas de la jornada laborable, y se evitaba la especulación dentro de ciertos límites. Estos ejemplos, escogidos al azar entre muchos otros preceptos de aquel sistema, bastan para demostrar que la conducta económica se regía conforme a normas no económicas. Todo este armazón de reglas se cuarteó porque no era capaz de contener el impulso de los hombres hacia la satisfacción de ciertas expectativas que, dados los medios de producción, aparecieron como realizables en cuanto el ideal medieval fuera sustituido por el de la riqueza como bien en sí. Este nuevo ideal no contiene casi elementos que no se encuentren también en la Edad Media. Las invenciones medievales, por ejemplo, revelan el mismo apetito de ganancias propio del capitalismo. Aun la división del trabajo, en industria tan fundamental como la minera, es ya cosa que encontramos en las prácticas medievales. Pero, aun cuando desde aquellos tiempos puede decirse que el espíritu capitalista existía como en el aire, no marcaba el ritmo a la vida económica. Lo advertimos más como excepción que como regla. Los hombres estimaban la riqueza, pero la conquista de ella no había llegado a ser la preocupación característica, como lo será en el siglo XVI. La organización social no se había establecido aún sobre la base de que en la riqueza estriba la verdadera satisfacción de la naturaleza humana.

Toda la atmósfera cambia una vez que principia a ser dominante. Cada faceta de la sociedad aparece bajo nueva luz. Un espíritu de empresa nuevo se abre paso entonces, una actividad febril, un afán de innovación, de otra calidad diferente de aquellos de que la Edad Media nos ofrece ejemplos esporádicos. Se diría que la humanidad se yergue, dispuesta a contestar algún nuevo reto del destino. La acumulación de capital, los riesgos de empresa, la organización de fábricas, traen consigo una nueva escala para medir las cosas. El negociante acoge el flamante nacionalismo como una garantía más sólida de la paz interna; porque esto no sólo significa mayor seguridad a la empresa, sino que también le proporciona los medios de evadir las ordenanzas gremiales mediante el establecimiento de industrias fuera de las áreas cubiertas por esos privilegios. Acepta de buen grado el ataque contra la Iglesia, porque ello comporta un ataque contra las viejas y estorbosas reglas, y abre incuestionablemente a la explotación comercial importantes recursos que las propiedades eclesiásticas hacían intocables. Además, el ensanche de los mercados determina una nueva actitud en la producción. Aumenta la urgencia de capital, y la necesidad de producirlo lleva a formas nuevas de la banca y las finanzas. Aparte de que ese mismo ensanche de los mercados acrece la importancia y abaratamiento de los transportes, a un punto que no se había visto desde la caída del Imperio romano. Esto, a su vez, fortalece la centralización del Estado, que hizo posible tamaños adelantos mediante la protección organizada de sus ciudadanos; y esta protección, con harta frecuencia, se traduce en la muy conveniente forma de construcción de carreteras y desarrollo de la navegación. El progreso de la contabilidad permite una nueva visión de lo económico, y se refleja en la capacidad para organizar la producción en escala más grande y comprometerse sin temor de mayores riesgos, de todo lo cual fluyan consecuencias incalculables.

Hay que guardarse de la puerilidad de creer que este espíritu capitalista aparece de súbito al acabar la Edad Media, y que de repente la mente humana se vuelve adquisitiva. El afán de lucro es tan antiguo como la historia. Lo nuevo es la aparición de una filosofía que sostiene que es aún más fácil alcanzar el bienestar social concediendo al individuo mayor latitud para sus iniciativas. Y esto es nuevo, porque no era dable encontrar campos para ellas dentro del cuadro medieval de una sociedad partida netamente en clases, cada una de las cuales poseía, bajo la definitiva sanción divina, ciertos fueros inherentes. Aquello era la misma negación de lo que ya parecía evidente a todos. Era la negación del derecho a explotar los recursos conforme a los medios aprontados por el cambio de las circunstancias. Para tal explotación resultaba indispensable establecer nuevas relaciones de clases que, a su vez presuponían una filosofía nueva que justificara los hábitos que ellas determinaban. El movimiento del feudalismo hacia el capitalismo es la traslación de un modo en que el bienestar individual es un efecto de la acción socialmente controlada, hacia un mundo en que el bienestar social aparece como un efecto de la acción individualmente controlada.

La esencia de esa revolución es, pues en un sentido real, la emancipación del individuo. Y como ésta se justificaba porque aseguraba mayores satisfacciones a la sociedad, por grados consiguió ir echando abajo las vetustas murallas que se le oponían. Pero en esta apreciación del cambio ocurrido debemos ponernos en guardia contra dos errores posibles. Ante todo, que el cambio haya sido real no significa que fuera súbito. De hecho, según lo hemos señalado con insistencia, tardó en realizarse unos tres siglos. Tuvo que triunfar de los vaivenes de opinión derivados de hábitos e ideas que nunca en la historia se han presentado mejor pertrechados. Y, desde luego, no avanzó con igual velocidad en todas partes. En el siglo XV, pareció que Italia iba a representarlo en toda su expresión. Pero la desunión política, por una parte, y las consecuencias económicas de los descubrimientos geográficos, por otra, fueron fatales al breve sueño del predominio italiano. Así también en Alemania, la intensidad de la guerra religiosa y sus ruinas consiguientes atajaron el desarrollo social por unos dos siglos. También Francia tuvo que luchar contra fuerzas centrífugas poderosas y bien organizadas, antes que la era de Colbert permitiese un empuje hacia adelante. Inglaterra fue más afortunada: su feudalismo conservó siempre un fundamento nacional a partir del Juramento de Salisbury; y el advenimiento de éste significa, en lo político, una entrada para el nuevo espíritu más amplia y profunda que en todos los demás países, con excepción de Holanda. Y en Rusia, hasta la época de Pedro el Grande, difícilmente puede decirse que el nuevo espíritu haya abierto una sola brecha. En suma, que la nueva filosofía es como una marea que lentamente va avanzado sobre la tierra que ha de sumergir. Aquí su progreso aparece ayudado, y más allá estorbado por condiciones naturales tan diferentes, que resulta difícil reconocer que se trata de un movimiento único, hasta que no cubre toda la tierra; tanto más difícil, en verdad, porque al alcanzar su meta más distante, descubrimos que ha principiado ya la baja marea.

III
En su aparición, el espíritu nuevo se encuentra con esa revolución teológica llamada la Reforma, que fue factor esencial en la modelación de sus doctrinas. Pero en la definición de su influencia debemos ser cuidadosos. Tan eminente pensador como Max Weber ha sostenido que el protestantismo es lo que hizo posible el triunfo del capitalismo, y ha creído encontrar en la doctrina puritana de la “vocación” un ethos casi inventado para facilitar su progreso. Este modo de ver ha ganado una amplia aceptación. Un historiador tan cauto como el profesor Tawney ha escrito que el espíritu capitalista encontró en el puritanismo “una fuerza poderosa que le abriera el camino para la civilización comercial, la cual, finalmente triunfo con la Revolución (francesa)”. Pero ¿cuál es la relación entre Liberalismo y Reforma?

No puede siquiera ponerse en duda que el avance del protestantismo haya fomentado de paso el crecimiento de la filosofía liberal; pero no creo que haya el menor fundamento para declarar que esto entrara en los propósitos definidos de los reformadores teológicos. La Reforma dio al traste con la supremacía de Roma. Al hacerlo dio pábulo a nuevas doctrinas teológicas, originó profundos cambios en la distribución de la riqueza, facilitó en grado sumo el establecimiento del Estado secular. Aflojó los lazos de la tradición al realizar un ataque a fondo contra la autoridad. Dio un impulso tremendo al racionalismo al poner en tela de juicio ciertos principios mucho tiempo tenidos por intangibles. Tanto sus doctrinas como sus resultados sociales redundaban en bien de la emancipación del individuo. Pero esto no autoriza a afirmar que loscreadores de la Reforma se lo hayan propuesto así de un modo premeditado.

Ellos iban realizando su obra en un clima mental que los obligaba a ajustar sus ideas con un sinnúmero de influencias completamente ajenas. A veces, este ajuste se operaba de manera consciente a fin de ganar algún elemento indispensable al éxito; a veces, era del todo inconsciente, y sin ninguna misión clara sobre su utilidad o su significado. La emancipación del individuo es un coproducto de la Reforma; se la conquista al paso, pero no está entre sus fines esenciales.

Porque no debemos olvidar que la Reforma es, sobre todo, la revolución contra el papado; un intento para descubrir de nueva cuenta el sentido de la vida cristiana. Sus propulsores veían en el Papa al Anticristo, y creían en consecuencia, que obedecerlo ponía en peligro su salvación. No es que hayan intentado emancipar de tal control al individuo para que éste convirtiera en principio cardinal la lucha por la riqueza como fin en sí, sino que lo emancipaban, según ellos creían, para que pudiera ser un buen cristiano. Cualquiera de los autores de la Reforma habría rechazado una declaración franca y neta de los principios de la sociedad liberal. Lucero, en lo fundamental era un conservador para cuanto se refiere a la constitución de las sociedades. Odiaba la usura, era hostil al nuevo mecanismo de las finanzas, creía -según lo observaba Troeltsch- en una organización social dominada por la revelación sobrenatural a la manera de la Edad Media. Cierto es que sostenía que todos los creyentes llevaban en sí la virtud sacerdotal, pero no por eso se les reconocía el derecho a creer de manera diferente de la que él mismo creía. No: habían de creer en la palabra llana de la Escritura. Y esta “palabra llana” significa un código de conducta cuya interpretación coincide puntualmente, en todo lo esencial, con el ideal de la Edad Media.

Lutero estableció el derecho del príncipe a gobernar la religión de sus súbditos; y por aquí, aunque sea indirectamente, dio un impulso hacia la secularización de la política. Pero su teoría del Estado no es más que un pragmatismo apremiante al que todo revolucionario se ve impedido; es simplemente una busca de las condiciones de la victoria. Toda concesión de Lutero -y muchas resultan contradictorias- debe mirarse como una maniobra en busca de una ayuda. Nunca pensó seriamente en dotar al Estado con derechos que lo calificaran para negar los postulados de la religión luterana. El Estado, para él, siempre siguió subordinado a una noción social del orden cristiano, que en realidad era incompatible con el nuevo espíritu de la época.

Hay que reconocer que Weber y sus discípulos lo han admitido así. Los argumentos para su tesis los han ido a buscar en Calvino y no en Lutero. Y es verdad también que Calvino y Lutero difieren sensiblemente a este respecto. Pero nada se encontrará en aquel coloso autoritario que justifique el proclamarlo un campeón del individualismo. Y la prueba es lo que hizo en Ginebra: aquella maciza disciplina que llegó hasta la tiranía, aquella subordinación obligada del acto comercial al precepto religioso, aquel apasionado repudio de la libertad de conciencia. La esencia del calvinismo es la teocracia. Allí no hay sitio para la personalidad privada del individuo. Calvino, como dice Choisy, pertenece a la colectividad de que forma parte, y esta colectividad, a su vez, se sujeta a un cuerpo de reglas de inspiración divina, de que no podría apartarse sino a expensas de su salvación. Comparado con este absolutismo, apenas pesa en la balanza la célebre carta a Claudio de Sachins, en que se autoriza el cobro de intereses.

Porque ¿qué viene a decir Calvino en este texto tan traído y llevado? Simplemente que las palabras de la Escritura contra el préstamo a interés usurario no son del todo concluyentes. Rechaza allí la teoría patrística de que el dinero no debe engendrar dinero. Considera que el problema debe juzgarse en vista de las condiciones actuales de la vida humana, tan diferentes de la que existían en los tiempos bíblicos. Y, en consecuencia, concluye, es lícito prestar dinero a interés mientras las estipulaciones del préstamo sean equitativas. En fin, esta tesis general admite siete casos excepcionales. A la luz de las nociones de su época, Calvino no se revela en este documento como un innovador muy brillante. Reconoce que hay algunas transacciones comerciales en que se justifica el pago de una remuneración por el uso de un capital. Pero, a mi ver, ni una sola de sus palabras añade nada al argumento de San Antonio de Florencia, o a las Sententiae de Gabriel Biel, quienes reconocen igualmente que la doctrina del justo precio es ya insostenible en toda su amplitud. De modo que Calvino no hace más que manifestar su conformidad con los últimos canonistas medievales. Lo que de aquí vendría es asunto diferente; pero de ello difícilmente puede considerarse causante a Calvino.

Se nos asegura, sin embargo, que la doctrina puritana de la “vocación” es una contribución apreciable para el nacimiento de la economía individualista. Yo me permito contestar que en esta materia el tiempo lo ha hecho todo. La concepción puritana no es cosa estática. Se la ve cambiar conforme se avanza del siglo XVI al XVII, y de éste al XVIII. Nada hay en las ideas económicas de Calvino que lo distinga mucho del período inmediato anterior; y el ejemplo de Ginebra, en sus días como los de Beza, prueba su identificación con el medievalismo. Apenas podría acusarse a los reformistas ingleses del siglo XVI de haber contemplado la nueva riqueza con ojos complacientes. Todos, como el de Aquino, veían en el universo un plan celeste que asignaba a cada individuo un sitio determinado en la economía de las cosas, precaviéndolo contra el peligro de querer mejorarlo. Tal es la actitud de Robert Crowley , puritano de la mejor cepa; tal la de Thomas Lever o la de Hugh Latimer. Su concepto de riqueza, o de las obligaciones del individuo, pobre o rico, es el mismo de Lutero y está impregnado como el de éste de medievalismo. Todos ellos hasta se sentían impelidos, en virtud de su teoría de la “vocación”, a considerarse los mantenedores del antiguo orden contra el nuevo; a protestar contra la conducta de los “nuevos ricos” de su tiempo, que les parecía contraria a la vida cristiana verdadera. Naturalmente que clamaban contra la indolencia, y no hubieran sido puritanos si no exaltaran, también, las virtudes del ascetismo. Pero en su apreciación del mundo no hay una brizna de espíritu progresista o secular. La esencia de su prédica está en andar la vida por la vía de la salvación; en aceptar el puesto que nos ha sido asignado en la existencia, cumpliendo con los deberes inherentes; en mirar, igualmente, la penuria y la abundancia como dones de Dios que traen consigo una oportunidad para la “gracia”. Creo que ésa es la esencia de sus enseñanzas. ¡Nada más lejano del temperamento de los hombres que estaban modelando la nueva sociedad! Cuando en la segunda mitad del siglo XVII, la “vocación” se contaminó de espíritu capitalista, ya la nueva sociedad contaba su buen siglo y medio de existencia y, para entonces, puede decirse que ya había logrado influir, por lo menos, tanto en el puritanismo como en el catolicismo. Weber y sus discípulos han incurrido en un grave anacronismo, por el afán de demostrar su teoría. Es lo mismo que si hubieran querido juzgar de la respuesta que las iglesias han dado en el siglo XX a los problemas sociales, al solo examen de las respuestas que se dieron en el siglo XVIII. Para estimar la postura contemporánea en esta materia, a nadie se le ocurre acudir a las doctrinas o prácticas de Secker y Watson.

No hay comentarios: